El placer revelado (nuevos Capítulos)

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Gato. Serpiente. Hiena. Que vuelva a ser Eleonora es la tragedia: el deseo no libera, más bien somete. Momentos más tarde quedará otra vez sola. Y ya no sabe si llora de emoción o de tristeza. Las lágrimas recorren su rostro, hasta caer sobre el rostro del hombre.

El doctor Y. comienza a recobrar el conocimiento. El hechizo se desvanece, lo que bebió pierde efecto, aunque todavía se agite levemente en la penumbra de su mente con un murmullo apenas audible. Eleonora se aparta con cuidado, sin terminar de despertarlo, como si este hombre fuese una pieza de cristal a punto de astillarse. Antes de encerrarse en la habitación, su mirada se posa en el plato de porcelana; desde allí, aquellos gansos celestes, inmóviles y silenciosos, han observado sin juicio la escena que acaba de suceder.

La sombra rígida del hombre se extiende sobre el suelo, aún débil y borrosa, a cada instante un poco más negra.

II

El colectivo aminora la marcha, se acerca al cordón de la vereda, no se detiene del todo. El doctor Y. suelta el pasamanos, asoma un pie, como si midiera el salto, y baja. Es de madrugada, y no se ve a nadie por la calle. Comienza a caminar delante de una sucesión de negocios de cortinas bajas y pintarrajeadas. Los faroles de la vereda llevan años sin encenderse, y las únicas luces son las del colectivo en movimiento, que al irse se lleva el final de la calle. En el bolsillo del saco está el pequeño bulto de billetes que ha ganado; con eso basta para dos meses de pensión, lo que le permite ahorrar la quincena que cobra en su trabajo. Quizá ahora le alcance para tirar ese colchón apelmazado donde duerme y comprar uno nuevo. En el silencio agrisado por donde avanza, el roce de las suelas contra las baldosas denuncia su andar. Algo a sus espaldas lo hace detenerse. Está solo. Todavía le faltan quince cuadras para llegar a su casa.

Un perro le sale al cruce, viene con la cabeza gacha y mueve la cola, pero también le ladra. Es el mismo perro de todas las tardes cuando baja del colectivo de regreso de la fábrica. Al caminar se le acerca y le huele los zapatos. En la oscuridad resulta más fiero.

Mientras tanto, la noche se presenta de múltiples formas alrededor de Eleonora. Alza la mirada. Está sentada en el sillón del living, donde horas atrás se ha sentado el doctor Y. Por encima suyo, el cieloraso blanco, tan uniforme, parece no existir. Sin embargo, en la luz, en los sonidos, en la temperatura del aire, hay algo inaugural, aunque ya no quede nada del hombre que estuvo aquí con ella.

El doctor Y. se siente cansado, aunque no es exactamente eso lo que le sucede, sino una especie de adormecimiento en los músculos, propio de la droga que ha bebido. Por la experiencia de estos encuentros con Eleonora, tiene claro que los efectos no se disiparán hasta bien entrada la madrugada. Incluso mañana podría sentirse todavía algo mareado. Deberá tener cuidado al día siguiente, en la fábrica donde trabaja, al ajustar esas piezas cilíndricas entre las mordazas, de no olvidar bajar la protección y encender la máquina a tiempo, y observar cómo el metal gira entretanto la herramienta muerde la superficie. La mayoría de las piezas pesan entre tres y cinco kilos; algunas, más grandes, exigen el esfuerzo de ambas manos y un breve impulso de cadera para colocarlas. El galpón huele a grasa quemada, a aceite de corte, a metal caliente; es un olor agrio y denso que se le mete en la ropa y en el pelo. Hay un zumbido constante de fondo —las correas, los motores, los extractores de gases—, y por encima de eso, los golpes secos de una herramienta mal colocada.

Las calles por donde ahora camina se angostan. No hay veredas: solo pasto ralo, pisoteado. Cada tantos metros, se alzan, chuecos, unos cestos de basura frente a casas bajas. Falta menos: cuatro cuadras. Apura el paso. La noche parece cerrarse mientras avanza. Quizá su temor sea que lo asalten.

Eleonora pasa la yema de los dedos por el apoyabrazos del sillón. Siente en el vientre una tibieza que la acompaña, aunque sabe que esa sensación se irá desvaneciendo a lo largo de la noche. Ve su propia mano suspendida en el aire, y recuerda –o imagina— la mano abierta del doctor Y. acercándose a su cuerpo. Cierra los ojos, para ayudar a que esta imagen no se pierda en su mente, y pliega los brazos con fuerza contra el pecho, en el intento de envolverse en un abrazo.

Varios minutos más tarde, el hombre llega a donde vive. Mete la mano en el bolsillo del saco, pero no encuentra las llaves: no está familiarizado con esta ropa, solo se pone ese traje una vez cada tres meses. Revisa en otro bolsillo, el del pantalón –en el vaivén de la caminata las llaves se han hundido hasta el fondo—, la mano entra por completo y su dedo índice se dobla como un gancho para pescarlas. Del manojo de cuatro llaves, que alza para verlas mejor, elije la que corresponde, y esa puerta negra y pesada, hecha de hierro fundido, se deja abrir. Avanza casi a ciegas por un zaguán que conoce de memoria, cinco pasos y se enfrenta a una puerta sin cerrojo; esta es más pequeña, de madera, cuyo tablero superior está repartido en ocho partes iguales de vidrio. De aquel otro lado comienza un pasillo recto y sin techo, donde unas farolas emiten un resplandor débil y amarillento que acentúa la aspereza de las paredes. A sus espaldas, por una ventana que da a este pasillo, una señora se asoma para verlo pasar. Con gesto adusto lo sigue con la mirada, hasta que el hombre se hace más de sombra y entra a su cuarto.

La habitación es amplia, callada. El piso, el techo, los muebles –la mesa, una sola silla, la cama—, absorbidos por la penumbra, parecen estar hechos de una misma materia monocroma. Él no enciende la luz, no le hace falta. Arrima la silla para sentarse y se quita los zapatos. Por un momento, su atención va de un extremo al otro de la pieza, tal vez le resulte extraño llegar a estas horas de la noche, y estar vestido así, y que sólo este lugar siga siendo lo mismo. Vuelve a levantarse y deja el saco en el respaldo de la silla. Antes de abrir el placar retira el dinero del bolsillo y lo esconde en una cajita de madera, que luego oculta detrás de un frasco con yerba en una repisa por encima de la cama. Cuelga en una percha la camisa, después los pantalones. Cuando cierra el placar vemos en la puerta tres formas rectangulares; son unas fotos viejas clavadas allí con chinches. Pero no logramos saber qué muestran.




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