El placer revelado (nuevos Capítulos)

36

Ahora Eleonora regresa a la cocina. Se siente exhausta, por cada cosa que ha guardado en esas cajas se ha preguntado desde cuándo vive así, encerrada en su departamento. Tiene una vaga idea de aquella primera noche en que cerró la puerta con llave, pero no puede decir si han sido años o lustros. Mira por la ventana abierta, por donde entra la última luz de la tarde, para que algo de sí misma pueda escapar. Luego alza los brazos hasta las alacenas: todavía hay cosas que no ha guardado en las cajas que yacen en el living. Una por una, sobre una bandeja ovalada, coloca todas esas tazas sucias, recuerdos de aquel primer encuentro con el doctor Y. Cada una conserva en su fondo ese momento grabado en los restos de azúcar. Eleonora toma una de las tazas, siente su peso leve en la palma de la mano. Luego se asoma por la ventana y, sin mirar hacia abajo, la deja caer hacia la calle. Gira y queda de espaldas a lo que ha hecho; entonces soporta el estruendo que sube y la alcanza: la onda sonora del impacto trepa el aire y la sacude por dentro, como la embestida de un animal salvaje.

Ha quedado de espaldas a nosotros y, por un instante, nos parece que se ha puesto a reír. Pero cuando da media vuelta, nos damos cuenta de que no. Mira a su alrededor, y se pasa la mano por el vestido blanco de algodón lleno de flores; lo alisa, como si se preparara para salir a la calle. Una cinta rosa le ata el pelo, que se mueve apenas con la brisa que entra con la noche.

Ahora nos ve. Nos mira porque sabe que estamos aquí, observándola. Tal vez lo supo siempre. Durante unos segundos, solo nos observa en silencio. Luego alza la mano y busca en la alacena el frasquito que oculta desde hace tres meses. Pone el agua al fuego, y al oírla burbujear, prepara una taza de té. Después vierte un poco de ese polvo fino y blanco que se disuelve apenas toca la superficie dorada del líquido, donde su deseo se camufla.

Se dirige hacia el living y deja sobre la mesita junto al sillón la taza de porcelana, humeante. A un costado apila todos los billetes que le quedan.

Se escucha que golpean la puerta. Eleonora se sorprende; se le ilumina el rostro. Corre a esconderse en su cuarto. Se encierra.

Oye pasos. Agudiza la mirada a través del ojo de la cerradura. Alguien ha entrado a su casa.

-¿Señora?

Es un hombre. Para su sorpresa, su cuerpo es menudo, y no viste de traje. Tiene las manos llenas de bolsas. Su voz no le resulta familiar.

Lo primero que piensa Eleonora es que esa persona no es el doctor Y. Un vértigo le toma el estómago y le estruja la garganta, y sin palabras instala una idea peligrosa en su cabeza: la vida solo sucede cuando acontece lo inesperado.

El muchacho que trae el pedido del supermercado atraviesa el living, pasa delante de la puerta de su habitación, esquiva las cajas llenas de cosas y se dirige hacia la cocina. Apoya las bolsas sobre la mesa, que se ensanchan y pierden su forma redondeada a medida que los objetos en su interior se acomodan unos contra otros. Mira a su alrededor, como si buscara algo. Eleonora lo imagina queriendo saber dónde está el dinero que suele apartarle sobre la mesada. El vértigo que sentía no se calma, sino que cambia de forma: ya no es una pinza que la muerde por dentro, sino una espuma dulce y picante que se expande por el pecho y la envalentona.

-¿Señora?

Eleonora suele dejar el monto de la cuenta, más una propina, para que no tenga que dirigirle la palabra. Su voz es aguda, en contraste con la del doctor Y.: un tono más frágil, que insinúa una debilidad de carácter. Como el chillido de un animal pequeño. Esa inocencia no calma a la fiera; sólo la excita más.

El muchacho sale de la cocina. Eleonora lo ve detenerse junto a la mesa ratona, donde están el dinero y la taza de té. Todos sus sentidos están alerta. Lo observa inclinarse, tomar los billetes y contarlos. Hay mucho más de lo que corresponde.

-¿Todo esto es para mí?

Ella quisiera poder responderle, pero no se le ocurre cómo. No va a abrir la puerta de su cuarto, ni siquiera se atreverá a alzar la voz. El muchacho sigue allí, con el rostro vuelto hacia la dirección donde ella se esconde.

Eleonora contiene la respiración, alza la mano. Da tres golpecitos suaves en la puerta. El muchacho escucha. Parece sonreír.

-¿En serio, todo para mí?

Otra vez, Eleonora da tres golpecitos regulares en la puerta.

El muchacho comete la imprudencia de sentarse. Desde el ojo de la cerradura, Eleonora solo alcanza a ver el respaldo del sillón. El muchacho ha desaparecido, pero ella sabe que está allí, en su living. El té que ha dejado sobre la mesa ratona podría ser para él. Como un accidente que se va desplegando poco a poco, oye el tintinear del platito de losa, ve doblarse el brazo flaco, endeble, del muchacho, y luego la mano que se lleva la taza a la boca.




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