La historia que nuestro último padre nos contaba decía que yo tenía apenas cuatro meses de vida cuando mi padre biológico nos abandonó para irse al Paraguay. A través de un arroyo bajo, dentro de una lancha sin motor, algo que no hiciera ruido para no alertar a nadie, durante una noche cerrada, logró cruzar la frontera y se perdió en Ciudad del Este. Luego llegó a Curitiva, en Brasil. Camuflado en el acoplado de un camión, entre cajas y cajas repletas de cartones de cigarrillos contrabandeados, se alejó hacia el norte y al mismo tiempo para siempre de nosotros.
Respecto a mi madre, ella se fue tras él, cinco meses después de su partida. Sin saber si quiera donde se encontraba en realidad ese hombre que se había esfumado tras colarse por entre dos fronteras. Esto dice mi hermana que así decía nuestro último padre. Que ella se había ido tras él y que tampoco supieron más nada de ella. Ambos habían huido al extranjero, ese padre profesor de filosofía en la universidad de Buenos Aires, esa madre abogada penalista. Y aquella historia se formó en mi mente, abrió y cerró este capítulo de mi vida, escondí como pude este episodio en algún lugar de la memoria, que en ese tiempo todavía funcionaba para mí, hasta que la angustia de mi hermana se reveló contra nuestro último padre, y me cabeza detonó. Yo los pensaba lejos, en otros países, vivos. En Paraguay, en Brasil. Vivos a lo mejor en México. Era mejor a no tener nada. Los imaginaba trabajando, incluso con otros hijos, porque quería tener algo. Mi hermana no se conformaba, ella quería conocer la verdad.
Nada de lo que nos había dicho mi último padre era cierto. Mi hermana había logrado descubrir el destino de nuestros padres biológicos, y al salir de aquel edificio con esas carpetas amarillas en la mano me abrazó fuerte y se puso a llorar. Llovía, era verano, un agua tibia se nos escurría por la ropa, aunque esto lo imagino porque en realidad no lo recuerdo. Y en aquel momento mi memoria quedó vacía, blanca, impenetrable. Como si quisiera de algún modo protegerme. Ella lo odia. Odia a nuestro último padre. Dice que lo odia por obligarnos a tener que descubrir nuestra verdad, aunque tal vez ésta habrá sido su mejor y única enseñanza. No hubo Ciudad del Este, ni botes sin motor, ni arroyos. Ni Curitiva, ni camiones llenos de cajas de cigarrillos de contrabando. En la verdadera historia de nuestros verdaderos padres no hubo nada de eso. Y en silencio me pregunto de qué otro modo se puede descubrir la propia historia sino es por uno mismo.
Yo también intento odiarlo, y no puedo. Y aunque veces lo logre, no soy yo en esos momentos, sino mi hermana. Ella tiene la fuerza de odiarlo. Yo no la tengo. Apenas intento comprender qué fue lo que sucedió en nuestras vidas, pero es difícil comprender con un vacío blanco que enceguece, que no deja pensar, que no permite sentir. Nada de nada. Aquellos años, todos, se han quedado así, de la peor manera. Vacíos.
Mi hermana dice que mi odio es mucho más fuerte que el suyo, que es por eso que no me acuerdo de nada. Dice que envidia el poder que tengo de olvidar, y que a ella también le gustaría odiar así. Cuando ella dice eso yo me quedo a la espera de alguna señal, algo que confirme su teoría, que al menos una ola de rencor se apodere de todas mis fuerzas y de mis pensamientos, pero no logro sentir nada. No hay amor ni tampoco hay odio cuando pienso en mi padre, en mi último padre, sólo esta confusión que se hace más ancha y más profunda con los días. Tal vez sea por eso que no logro odiar a mi último padre, la amnesia retrógrada me protege de alguna forma, porque no se puede odiar lo que no se recuerda.