El placer revelado (nuevos Capítulos)

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Rueda el cubo y en una de sus caras yo subo las escaleras, uno a uno comienzo a subir los escalones y elevo la mano en el aire y sin mirar encuentro el pasamano, es la escalera de mi casa y es una escalera que no he subido nunca, mi hermana me espera allá arriba, lo sé, en el pasillo que distribuye hacia las habitaciones, y es por ella que me atrevo a subir las escaleras de esta casa que es toda nuestra, no hay nadie más que nosotros, mi padre se ha ido o no ha llegado nunca, mi hermana está parada en silencio a la espera de que yo termine de subir los escalones y mientras me acerco a ella tengo la sensación de entregarme al peor de los destinos, un peligro blanco, sordo y sin violencia.

Ahora sucede que en el mismo aeropuerto donde alguna vez nos habíamos despedido, mi hermana y yo volvemos a encontrarnos. Esta vez no es con toda su familia que regresa, es decir, no ha vuelto con su marido y con sus dos hijos, ellos se han quedado allá, con sus compromisos de trabajo y sus días de escuela. De golpe entiendo, al ver a mi hermana acercarse hacia mí, que su familia ha encontrado ya el modo de prescindir de esta vida en la que yo me he quedado viviendo, la que ellos han dejado acá de este lado del mundo, como si hubiera pertenecido a otra gente o no hubiera ocurrido nunca. El paso del tiempo ha hecho brotar la vida nueva que tienen, hecha de novedosas costumbres extranjeras, y ésta ha empujado a la anterior hasta volverla gris, y luego invisible. Aunque estoy seguro que aquella vida vieja de vez cuando los alcanza, y con algún detalle insignificante les susurra que no han dejado de ser quienes eran.

Lo primero que veo es su valija sobre un carrito para transportarla. Luego la veo a ella, recién bajada del avión. Lleva el pasaporte y los papeles de migraciones en la mano, no hay mucha gente en este hall interminable, esperando a los que arriban al país, y ella me descubre parado con las manos en los bolsillos. Me alegro de que esté aquí. De verdad me alegro. Ella se detiene al verme, como si de algún modo no esperase encontrarme aquí. Por unos breves segundos nos abrazamos. No es la misma valija con la que se ha ido, pienso, y no sé por qué me fijo en eso, pero me doy cuenta que no es la misma con la que se fue cinco años atrás. Le pregunto cómo está, pero ella se queda callada, su boca está ocupada en construir una sonrisa. En cambio, me pregunta cómo estoy, porque soy yo el que se ha quedado acá, en la misma vida de siempre. Yo tampoco contesto, en realidad no sé qué decir. Intento armar una respuesta que incluya sin demasiados detalles cómo me he sentido en estos últimos días, pero mi hermana comienza a caminar hacia la calle, donde están los autos, y se aleja unos pasos de mí y de mi respuesta. No quiere saber mi hermana de mi vida. El mundo, para ella, solo existe en aquel otro lado. Aquí sólo quedan esos recuerdos que ella siempre tiene que contarme, que tanto duelen. La entiendo, y la sigo, a ella y a su valija nueva, y los dos salimos de este aeropuerto.

Rueda el cubo y en una de sus caras mi hermana me tiende la mano, me ayuda a terminar de subir las escaleras, ahora la veo con su vestido blanco y sus zapatos blancos, yo me veo a mi mismo vestido con mi uniforme de colegio, y estamos en la planta alta de la casa donde hay tres puertas, una lleva a la habitación de mi padre, donde no tenemos permitido entrar, la otra lleva al escritorio de mi padre, donde tampoco tenemos permitido entrar, y la última puerta conduce a nuestra habitación, y es esa puerta la que está entornada, a la que nos acercamos y terminamos de abrir, y es cuando entramos al cuarto para descubrir en su interior esa cosa enorme, inexplicable, negra y adormecida.

Salimos a la calle y tomamos un taxi. Viajamos en silencio, rodeados de otros autos, la luz de la tarde entra por las ventanillas. Vemos el césped junto al asfalto por donde vamos, los carteles que anuncian productos para turistas recién llegados como es ella ahora, pasamos junto a una villa miseria, nos detenemos en un puesto de peaje. Minutos después el auto disminuye un poco la velocidad, toma por una rampa y bajamos de la autopista. Ahora entramos en la ciudad, y andamos un buen rato. Nos detenemos cada tanto en algún semáforo, es ahí cuando el silencio se hace de verdad incómodo, por un instante cruzamos las miradas; pero el auto se pone otra vez en movimiento y el motor vuelve a su rugido y nos protege. Los dos nos volvemos hacia las ventanillas, como si de este modo nos alejáramos el uno del otro, como si no viajáramos en el mismo taxi, y por un momento ya no estoy aquí. No ha aterrizado todavía el avión que la trajo a mi hermana a Buenos Aires, no me ha llamado ella por teléfono en medio de la noche, no nos ha heredado la casa donde nos hemos criado, porque no ha muerto nuestro último padre. De este modo logro mantener todo eso lejos, nebuloso, pero con vida. Aunque sé muy bien qué ocurre. Ahora el auto se detiene. Llegamos.

Cruzando la calle está la casa que venimos a ver. Ninguno de los dos se atreve a bajar, a quebrar estos instantes que nos postergan de lo que vamos a encontrar allí adentro. En estos últimos minutos algo en nosotros ha cambiado, no podemos saberlo con certeza, pero algo ha cambiado. En el rostro de mi hermana, puedo notarlo, ya no existe la sonrisa con la que nos encontramos en el aeropuerto, fabricada minutos antes de que las ruedas del avión tocaran la pista de aterrizaje. El taxista nos pide que le paguemos, que nos bajemos del auto.




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