El reflejo del espejo no devolvía lo que Lilly esperaba ver.
La tela color champán abrazaba su cintura con suavidad, pero sus ojos solo encontraban fallas. Se giró de lado, intentó alisar el vestido con las manos y sonrió, aunque nadie la miraba.
—Podría ser peor —susurró, ajustando uno de los tirantes.
El maquillaje era discreto, los rizos de su cabello castaño caían sobre sus hombros con un brillo natural. Tenía curvas firmes, piel suave, un rostro dulce que siempre parecía pedir perdón por existir.
Aun así, había algo hermoso en ella: esa luz tranquila que el dolor no había podido apagar.
La puerta del vestidor se abrió sin que tocara nadie.
Ethan Varen apareció reflejado detrás de ella, impecable en su traje negro y corbata gris perla, oliendo a éxito y desprecio.
—¿Otra vez ese vestido? —preguntó, cruzando los brazos.
—Dijiste que te gustaba… la primera vez que lo usé.
—Dije que te veías cómoda, no que te favoreciera.
Lilly se giró hacia él.
—No tengo otro más elegante.
—Tienes razón —replicó él, sin mirarla—. Deberías quedarte en casa.
Ella parpadeó, incrédula.
—¿Qué?
—No vas a ir, Lilly. No puedo presentarte así.
Su voz fue fría, cortante. No gritó, no insultó. Simplemente la borró con una frase.
Lilly bajó la mirada, sintiendo cómo su garganta se apretaba.
—Prometiste que esta vez iríamos juntos.
—Y lo cumpliré —respondió Ethan, ajustándose el reloj—. Solo que no serás tú quien me acompañe.
Ella lo miró confundida.
—¿Clara? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.
—Sí. Ella luce perfecta con el vestido que le regalé. Sabe comportarse, sabe sonreír sin que la gente se pregunte si lo hace por nervios o por hambre.
El comentario cayó como un cuchillo.
Lilly sintió las mejillas arder.
Clara Varen, su hermana menor, era todo lo que ella no: delgada, deslumbrante, con una sonrisa que se abría solo cuando dolía.
A los ojos de los demás, era encantadora.
Pero Lilly conocía la verdad.
Clara había aprendido a brillar apagando a los demás.
—No deberías compararme con ella —dijo Lilly en voz baja.
—Entonces no me obligues a hacerlo —replicó él, sin una pizca de culpa.
Ethan tomó las llaves, su perfume caro llenó la habitación, y la última mirada que le dedicó fue de impaciencia.
—Quédate aquí, Lilly. No hagas el ridículo.
Cuando la puerta se cerró, el silencio fue tan pesado que casi la empujó al suelo.
Lilly volvió al espejo.
El vestido, que antes le había parecido bonito, ahora solo parecía apretarla, recordándole cada centímetro que Ethan despreciaba.
Respiró hondo, secó una lágrima antes de que cayera, y con la voz temblorosa se dijo:
—Algún día, no me dolerá tanto escucharte.