El reloj marcaba las seis y media cuando Lilly encendió la cafetera.
Había dormido apenas un par de horas, pero aun así preparó el desayuno.
El ritual la mantenía cuerda: tostar el pan, servir el café, colocar la servilleta donde a él le gustaba.
El sonido de los pasos de Ethan bajando las escaleras la hizo enderezarse.
Tenía el cabello atado, el camisón cubierto por una bata de seda, y las manos frías.
—Buenos días —dijo con una sonrisa suave.
—Ajá —respondió él, sin levantar la vista del teléfono.
Ella lo observó sentarse.
Cada gesto suyo era medido, impecable. Hasta el modo en que movía la cuchara tenía un aire de superioridad.
—Hice tu desayuno favorito —dijo Lilly, sirviéndole el café.
—Ya te he dicho que no necesito que te levantes tan temprano.
—Lo sé, pero me gusta hacerlo.
—A veces creo que te gusta fingir que somos una pareja normal.
La frase la golpeó más fuerte que cualquier grito.
Lilly bajó la mirada.
—Solo intento que estemos bien, Ethan.
—Estamos bien —replicó, hojeando el periódico.
—¿En serio lo crees? No dormimos juntos desde hace meses. Ni siquiera hablamos.
—Lilly —suspiró él, fastidiado—. Ya te expliqué que necesito descansar. Tus ronquidos me matan.
—Leí que las personas con sobrepeso tienden a roncar —dijo ella, intentando justificarlo—. Estoy haciendo dieta, camino todas las mañanas…
—Sí, he notado que lo intentas —interrumpió él, con una sonrisa sarcástica—. Pero hay cosas que ni el gimnasio arregla.
Lilly se quedó inmóvil.
El café en sus manos temblaba.
Él bebió un sorbo, dejó la taza y se levantó.
—Tengo que irme. Hay reunión en la empresa.
Ella asintió.
—Te acompaño hasta la puerta.
—No hace falta.
Ethan salió sin despedirse.
El sonido del motor alejándose le dolió más que sus palabras.
Lilly se apoyó en la encimera.
Una lágrima cayó sobre la taza aún tibia.
*****
Más tarde, decidió salir a pie hasta el supermercado.
El aire fresco le despejó la mente.
Pasó frente a una floristería y las vio: rosas blancas.
Se acercó y las miró con ternura.
Eran simples, puras, y aun así, bellas.
Compró un ramo pequeño y sonrió por primera vez en semanas.
Esa sonrisa cambió algo más que su rostro.
*****
El semáforo estaba en rojo.
Dentro del auto negro, Tristan Corvin, cerró la carpeta de su nuevo cliente, vio los minutos pasar.
Sus ojos, aburridos de ver siempre lo mismo, se alzaron por instinto.
Y entonces la vio.
Una mujer curvilínea, de cabello castaño, vestida con sencillez, caminaba con un ramo de rosas blancas entre las manos.
El viento le movía el cabello y el sol jugaba sobre su piel.
Tristan se quedó inmóvil.
No era el tipo de belleza que solía atraerle; era algo más: real, imperfecto, vivo.
Sus ojos descendieron con naturalidad, apreciando cada curva, la suavidad de sus movimientos, la forma en que su cuerpo respiraba feminidad sin proponérselo.
No había artificio, ni pretensión.
Y eso lo desarmó.
—¿Todo bien, señor Corvin? —preguntó su chofer.
Tristan no respondió de inmediato.
Sacó un cigarrillo y lo encendió, sin apartar la vista.
—Sí. Solo… algo me llamó la atención.
—¿La mujer?
Tristan esbozó una media sonrisa.
—Más bien… la forma en que sonríe.
El semáforo cambió. El auto avanzó.
Pero en su mente, esa imagen quedó grabada como un eco que no sabía explicar.
*****
Esa noche, Lilly preparó la cena con esmero.
El pollo al horno, las copas servidas, las velas encendidas.
Se cambió el camisón por un vestido sencillo y recogió su cabello.
Cuando oyó la puerta, respiró hondo.
—Te serví la cena —dijo al verlo entrar.
—No puedo quedarme. Hay un banquete esta noche —contestó Ethan, sin mirarla.
—¿Puedo acompañarte?
—No. Ya tengo acompañante.
—¿Clara? —preguntó, sintiendo el temblor en la garganta.
—Sí. Clara.
Lilly bajó la mirada.
—¿Por qué no nos divorciamos, Ethan?
Él se giró con calma.
—Porque tu padre fue muy astuto, para que no te dejará. Si te dejo, me cobra cien millones de dólares.
—Eres cruel —susurró ella, con lágrimas en los ojos—. Desde que sales con mi hermana, ya no me tocas.
Ethan sonrió, satisfecho.
—Lilly, no preguntes lo que ya sabes.
Subió las escaleras y desapareció.
Lilly se quedó de pie en medio de la sala, con las velas encendidas y el corazón hecho polvo.
No supo cuánto tiempo estuvo así.
Solo que, cuando oyó el auto alejarse, el ramo de rosas blancas seguía sobre la mesa…
marchitándose, igual que ella.