El Poder de los Orígenes

Capítulo IX

Una vez recuperada del todo, volví a consultar los números azules de mi muñeca: ya era la hora. Ahora sí comenzaba a preocuparme. ¿Qué pasaba con los Jerárquicos? ¿Dónde se habrían metido? Intercambiamos dudas con Perien, y consultamos con algunos compañeros que se encontraban cerca, pero ninguno de nosotros tenía novedades y parecía que no iba a haberlas. Decidimos que lo mejor sería irnos, y esperar a que dijeran algo la próxima semana. 

Con ayuda de Perien logré pararme, y di unos pasos con unas muletas que me habían alcanzado los paramédicos no recuerdo en qué momento. Debo admitir que era más difícil de lo que parecía. La gente se fue acercando a la puerta, y los imitamos. Saludamos al grupo de gente con el que habíamos conversado y fuimos de nuevo sólo Perien y yo. “Llegó la hora, dormilona. Vamos, te acompaño así cuido de tu tobillo”, dijo Perien esbozando una sonrisa. No podía esperar menos de su caballerosidad. Era tan gentil.

Íbamos acercándonos lentamente a la salida cuando empezamos a oír que algunas personas alzaban la voz, sin terminar de entender qué era lo que decían, ni lo que hacían, gracias a mi estatura que no me dejaba ver. Nunca veo más que a la persona de adelante en una sala muy llena. Según Perien, Grisel se hallaba contra la puerta diciendo a las personas algo que no se llegaba a escuchar. De un momento a otro, las voces comenzaron a gritar, y Grisel hizo sonar la alarma de emergencia que había junto a la puerta.

Casi de un momento a otro, antes de que pudiera apagarse cualquier discusión, la puerta del elevador se abrió. Cinco puros elegantemente vestidos con trajes de seda blancos aparecieron dentro de él: los Jerárquicos. En el hall de recepción tembló el silencio. Caminaron ceremoniosamente entre los empleados, que abrían paso para que pudieran moverse, hasta llegar a la puerta. La única mujer del grupo alzó una voz fina y severa, que retumbó en cada rincón del salón. 

-Sabemos fehacientemente que ya ha llegado el horario de finalización de jornada para la gran mayoría de ustedes. Sin embargo, en vista de los sucesos acontecidos esta mañana, hemos tenido que tomar la más grave de las decisiones, y todavía quedan muchas otras por tomar -la mujer levantó la mano, y el murmullo que se había encendido en el salón, se desvaneció de inmediato–. A medida que lea los nombres en esta lista, esas personas tendrán que desalojar el hall. El resto, deberá quedarse para que le asignemos nuevos cargos.

-¿Algunos se van? ¿Los van a echar?- dije en voz baja a Per, mientras analizaba lo que estaba sucediendo con el ceño fruncido. Volvimos a mirar a los Jerárquicos; uno de los hombres estaba proyectando una hoja holográfica del tamaño justo para que sólo ellos pudieran leerla.

-Suzanne Knightley -resonó la voz de la mujer, y una pura de mediana edad se acercó-. Puedes ir -Suzanne agradeció con una leve reverencia y salió, pasando por un espacio que los mismos Jerárquicos habían abierto frente a la puerta-. Jacobo Grinich -sonó nuevamente la voz de la mujer, y este salió-. Esther Britly.

Cada nombre que la Jerárquica mencionaba era una persona que salía. Permanecimos de pie, los heridos y los ilesos, esperando ansiosamente. La ceremonia se extendió tanto que ya ni las muletas soportaban mi peso, y mi tobillo comenzó a dar contra el piso. Dolorida y cansada, la poca buena predisposición que me quedaba se perdió. Mis pensamientos abandonaron el hall de recepción y recordé a Azim. ¿Qué estaría haciendo? Seguramente ya se encontraba en casa, esperando que yo llegara de un momento a otro.

Cuando mis pensamientos volvieron al gran salón de recepción, los Jerárquicos estaban apagando el pequeño holograma con la lista. No habían llamado mi nombre, y por el momento se estaban retirando, tras decirnos que esperáramos un poco más. Tendría que quedarme, por lo menos por ahora, junto con todos los demás. Nuestros compañeros estaban comenzando a sentarse, o simplemente se desplomaban en el piso: no era la única agotada. Más después de permanecer de pie tanto tiempo. No se imaginan lo que habría pasado si alguno se sentaba, o se agachaba frente a un Jerárquico. Mínimo habría que despedirlo. Era una falta de respeto, una indecencia, era desconocer su autoridad.  

Seguimos a los demás y nos sentamos de nuevo en nuestra esquina. El ungüento estaba dejando de hacer efecto y el dolor en mi tobillo era cada vez más grande. Podía sentirlo en todo el cuerpo: hasta la rodilla, en la panza, en la cabeza. Casi no me dejaba pensar. Quise hablar con Perien, pero el esfuerzo sólo me provocó náuseas. No, no. Tendría que ser después. 

De repente, un ruido como salido de un sueño me despertó de mi dolor. Perien se levantó de un salto, y corrió hasta la puerta. No lo había soñado, era un ruido real después de todo, y muy insistente. Lo comencé a escuchar cada vez más claramente. Eran voces y golpes, en la puerta de la sede, a unos pasos de donde estábamos. Instintivamente traté de levantarme, obviamente en vano, pero alguien me ayudó. Me sostuvieron por debajo del hombro y no caí. Agradeciendo entre susurros, levanté la vista. Los enormes ojos verdes de Jade me sonreían, así como tantas otras veces en la comuna. “¿Jade?”, le pregunté, mirando mejor: el rostro que había creído ver había cambiado. Era una imp distinta; ni siquiera tenía ojos verdes. ¿Qué me estaba pasando?

Me dejé guiar hasta la puerta, donde los golpes seguían, cada vez más fuertes. Las voces se habían convertido en gritos, gritos que no terminaban de pasar a través del grueso cristal de la puerta. Alcé la vista, pero no pude ver nada. Seguimos acercándonos lentamente, entre la espesa cantidad de gente que se había amontonado contra la puerta, sin tener idea de qué estaba sucediendo, tratando de escuchar los gritos ahogados del otro lado del edificio. Y entonces lo oí: alguien estaba llamando mi nombre. Era la voz de Lyal. Agradecí a la chica que me había estado acompañando, y la solté. Llegué hasta la puerta como pude, brincando en un pie y sosteniéndome de las personas que había alrededor mío. Si algo había de bueno en ser pequeña era eso: podía escabullirme fácilmente entre la gente, y nadie parecía sentir mi peso. 




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