—Escuchad, almas perdidas, la corte maldita está cerca de despertar de su sueño eterno —una anciana de cabello blanco como la nieve, predicaba los vestigios de un futuro incierto que el mismísimo todopoderoso parecía confesarle al oído—. Tú... —la mujer, pese a su invidencia, agarró del brazo a uno de los muchachos que pasaba junto a ella—, tú verás con tus propios ojos cómo las sombras del castillo se alzan entre la niebla espesa, resurgiendo de las profundidades del olvido.
—¡Suélteme, señora! —exclamó el joven rehuyendo de su agarre.
—Es inevitable, Arturo, el fin se acerca... ¿Acaso no lo sientes en cada suspiro del viento, en cada susurro de las hojas marchitas? —la anciana, con sus vidriosos ojos claros, parecía contemplar al chico como quien podía ver más allá de su ceguera—. La oscuridad se cierne sobre nosotros, y con ella, la luz será solo un recuerdo lejano, un eco de lo que fue.
—Le he dicho que me suelte —insistió de nuevo, luchando por soltar su brazo—. ¿Cómo sabe mi nombre? ¡No la conozco de nada!
—Preparaos —se dirigió a los otros dos muchachos que acompañaban al joven en la travesía–, la noche eterna no tardará en caer, y bajo su manto, la corte maldita volverá a gobernar.
Después de tan contundente sentencia, Arturo fue liberado del agarre de la anciana. Aquella mujer lo había llamado por su nombre y, aunque era un forastero que solo andaba de paso por esas tierras, no reparó en semejante dislate. Pudo haberlo escuchado cuando hablaba con Tristan o, a lo sumo, cuando Kay, en una de sus borracheras, lo había llamado pidiendo auxilio. Fuese como fuese, no dejaban de ser majaderías de una anciana... O eso fue lo que Arturo quiso pensar. Sin embargo, sus compañeros, que eran fieles creyentes de ese tipo de supercherías, no opinaban lo mismo.
—¿Por qué diantres acabé haciéndoos caso y paramos en esta aldea? —les reprochó Arturo, mientras Kay y Tristan le daban agua a los caballos.
—Porque somos dos contra uno —soltó Kay con una sonrisa sardónica—. Además, ¿quién podría detener a un bobalicón que sigue en busca de su amada? —agregó señalando a Tristan, que frunció el ceño en respuesta.
—Dijeron que habían visto a Isolda —mencionó el nombre de la damisela que le había robado el corazón—. Y tú... ¿acaso no sabes estar sobrio una maldita hora? No nos hubiésemos apeado si no fuese porque viste una taberna —masculló abalanzándose sobre Kay.
—¡Basta! ¡No esperaremos ni un minuto más para seguir nuestro camino! —los separó Arturo, colocándose entre los dos.
—¡Espera! ¿Qué hay de lo que dijo la anciana de cabellos blancos? —Tristan pronto olvidó la riña en la que estaba enzarzado para tratar de averiguar cuán real podría ser aquel vestigio.
—¡Sí! Habló del regreso de una corte maldita... —agregó Kay enfatizando los dos últimos vocablos, insinuando el tono siniestro que se escondía detrás de esas palabras.
—¡Sandeces! No dudaré en desenvainar la espada si seguís hablando de majaderías —los amenazó Arturo, colocando la mano sobre la empuñadura de su arma—. ¡Vamos, muchachos! ¡El Santo Grial nos espera!
Por el bien de sus vidas, los dos caballeros no pusieron objeción alguna a la advertencia del primero. De modo que montaron sus caballo y prosiguieron su camino, alejándose de aquella aldea y sus gentes. Arturo, el líder indiscutible, con su nobleza y audacia se había propuesto encontrar el Santo Grial, y dos de sus caballeros lo acompañaban en su misión. Kay, su fiel escudero, aunque solía dejarse llevar por los vicios embotellados, siempre remaba a favor de su querido amigo. Tristan, el tercero en discordia, era un acérrimo enamorado de las causas perdidas, y aún más de su bella Isolda. Pese a que sus caracteres fuesen en extremo opuestos, juntos se habían dejado la piel y el alma por cumplir con su cometido...
Los rayos del sol, con sus tonos ocres recordando el final del día, se dispersaban sobre el recóndito bosque. Mientras tanto, los tres viajeros continuaban cabalgando entre los frondosos árboles, tratando de guiarse por la orientación de sus ramas. Sin embargo, las horas pasaron y la oscuridad de la noche acabó dominando la escena. Pese a que la cobardía no era una cualidad que describiese a aquellos caballeros, los aullidos de las bestias hicieron que la esperanza de encontrar un camino seguro se desvaneciera.
Exhaustos y desorientados, en su afán por huir de un futuro incierto, se adentraron en un paraje envuelto por niebla densa y espesa. La escasa visibilidad los obligó a bajar de sus caballos y seguir el trayecto andando. Ahora, sus pies parecían traicionarlos, caminando sin un rumbo establecido. Sus ojos, incapaces de ver más allá de la neblina, no pudieron alertarlos de que el refugio que anhelaban se erigía ante ellos. Sin apenas darse cuenta, tropezaron con una imponente estructura cubierta por el verdor de la hiedra y las enredaderas. La niebla desapareció, dejando entrever un castillo antiguo que parecía sobrevivir al paso del tiempo.
Sus portones de hierro, cubiertos de óxido, se abrieron con un chirrido que cortó el silencio de la noche. No había nadie a su alrededor, pero la inminente desesperación por escapar de las bestias, hizo que los tres viajeros se decidieran a cruzar el umbral. No obstante, no solo buscaban refugio, sino respuestas ante aquel fenómeno sobrenatural. Los visitantes recorrieron la entrada, iluminada con antorchas candentes, un recordatorio de que alguien más debía recorrer aquellos pasillos. Sin embargo, nadie salió a recibirlos, ni tampoco se cruzaron con ningún sirviente conforme avanzaban por los salones. Tal vez su anfitrión estuviese ausente, pero ¿dónde estaban sus lacayos? ¿cómo un castillo como ese podía estar vacío?
El carácter entrometido de Kay acabó llevándolos hasta un vestíbulo oscuro, con tapices desgastados que recubrían las paredes y alfombras polvorientas. Decenas de retratos borrosos, cuyos protagonistas parecían observarlos desde la penumbra, ¿hablaban de un legado extinguido? Pero si algo destacaba en aquel descolorido salón, era su majestuoso trono. De madera de roble, con elaborados tallados que ornamentaban sus reposabrazos y detalles dorados sobre su respaldo de terciopelo, reflejaba la grandeza del que en su día fuese el rey.
—¡Postraos ante Su Majestad, mis súbditos! —imploró Kay, sentado en el flamante trono.
—¡Levanta de ahí, Kay! —exclamó Arturo, logrando que el joven acatase con desdén su orden.
—¡Ay, si mi dulce Isolda me viese presidiendo ese trono, caería rendida a mis pies! —balbuceó Tristan, evocando a su amada—. Su Majestad Isolda...
—¡Dejad de fantasear! —los reprendió Arturo.
—¡Vamos, Arturo! ¿Nunca has soñado con ser rey? —contraatacó Kay.
—¡Oh, rey Arturo! —exageró Tristan, elevando el tono de voz.
Un estruendo aterrador retumbó en el castillo, sonaba como si parte del edificio se hubiese desplomado. Aquello asustó a sus huéspedes, que con premura salieron de la sala. En su intento de huida, los muchachos buscaron refugiarse en la cámara lateral. De repente, los altos ventanales se abrieron de par en par, dejando que una ráfaga de viento apagase los candelabros. El lugar, iluminado únicamente por la luz de la luna, proyectó sombras ilusiorias que parecían moverse de un lugar a otro. Los susurros del viento repetían nombres que ninguno recordaba haber mencionado en voz alta. La atmósfera se volvía cada vez más opresiva, como si el castillo cobrase vida y estuviese vigilando cada uno de sus pasos.
Conforme avanzaba la noche, una serie de hechos extraños le sucedieron. Mientras exploraban el castillo en busca de cualquier alma errante, perteneciente o no al mundo de los vivos, los ojos de Arturo se posaron sobre un enorme fresco que adornaba la pared. La imagen mostraba a tres figuras idénticas de espaldas, arrodilladas ante otra figura sombría, la cual permanecía sentada en una posición autoritaria sobre el imponente trono. La figura del fresco lo contemplaba con unos ojos que parecían brillar con luz propia, y en sus manos sostenía un objeto más que conocido para él: el Santo Grial. El cáliz sagrado que llevaban persiguiendo tantos meses con fervor, un tesoro que solo los más nobles y valientes podían encontrar.
—¡No es posible! —clamó Arturo boquiabierto, lo que captó la atención del resto.
—¿Qué pasa? —acudió Tristan a su llamada.
—¿No lo reconocéis? Es el Santo Grial —explicó Arturo, señalando la figura de la copa con el índice.
—¿Crees que será una señal? —Kay le preguntó a Arturo, colocándose a su lado frente a la pintura.
—Puede que estemos cerca... —suspiró él, aquello sonó más a un anhelo que a una afirmación.
—Tal vez esto pueda ayudarnos —en una habitación anexa, se escuchó a Tristan toser. El polvo que recubría unos manuscritos se había filtrado a través de sus fosas nasales, generando una sonora llamada que alertó a sus compañeros.
El joven había hallado varios cuadernos, escritos en un lenguaje arcaico, que relataban prácticas de alquimia oscura y ritos prohibidos. Los textos guardaban conjuros para invocar a seres del más allá, y hablaban del poder sobrenatural del Santo Grial... un poder que podía corromper incluso las almas más puras. Algunos de ellos sugerían que quienes poseyeran el Grial tendrían acceso a la inmortalidad, y al conocimiento supremo. Otros, ocultaban información reveladora...
—¡Mirad esto! ¡Es un diario! —gritó Kay eufórico, alzando el libro entre sus manos.
—¡Dame eso! —ordenó Tristan, curioso e intrigado.
—¡Lo he encontrado yo... Y, además, no habla de tu amada Isolda! —le arrebató Kay el diario en una breve disputa. Con solo mencionar el nombre de su enamorada, el joven desistió de su agarre.
—“¡Oh, noble rey que en las sombras yacéis, escuchad nuestras palabras! Nosotros, tus leales vasallos, en esta hora de penumbra y desesperanza, juramos por nuestras almas y por la luz que aún arde en nuestros pechos, que no descansaremos hasta traer tu espíritu de regreso al mundo de los vivos.
»Prometemos luchar contra las tinieblas que te envuelven y desafiar a los dioses del olvido. Nuestro juramento es eterno... Por la justicia, por la lealtad y por la esperanza que nunca muere, te prometemos, oh rey perdido, que no cesaremos en nuestro empeño hasta encontrar el Santo Grial y devolveros a la tierra de los mortales” —concluyó Kay, resonando el eco de unas palabras selladas por el tiempo.
—Habla de una antigua corte que intentó resucitar a su rey. Sus fieles pensaban que si hallaban el Santo Grial, lo lograrían... —explicó Arturo, agitando un par de los cuadernos encontrados—. ¡Esto puede ayudarnos a encontrarlo!
—Un momento... —Kay continuaba absorto ojeando cada página del diario—. Aquí hay fechas, días señalados en el calendario donde invocaron con su magia negra al más allá... “En el día en el que el sol alcanza su cénit, la oscuridad se retira y la luz del Santo Grial derrama su poder sobre el reino”... Entonces... Ellos encontraron el Grial.
—Y si encontraron el Grial... ¿Consiguieron devolver a su rey al mundo de los vivos? —le preguntó Tristan, como si él fuese la fuente de la sabiduría suprema. En respuesta, Kay avanzó varias páginas de maleficios y ritos hasta que dio con lo que buscaba...
—“La luz y la sombra hoy bailan en equilibrio, y la dualidad de la vida eterna, siempre fiel a su palabra, ha traído de regreso a Su Majestad...” —agregó, resolviendo el enigma.
—Hallaron el Santo Grial, resucitaron a su rey... —comenzó relatando Arturo con cierta sorna—. Y ahora nos encontramos solos, profanando un castillo deshabitado y sin rastro del Grial.
—¡Espera! No he terminado... —lo detuvo Kay—. “Cumpliremos con lo prometido. La noche en que la luna llena alcance su punto de mayor esplendor, su brillo sellará nuestro juramento y el poder de la eternidad será devuelto en agradecimiento a nuestro ruego”.
—Le ofrecieron el Grial como pago por haber revivido a su rey —analizó Tristan—. El precio de una vida, a cambio de renunciar a la inmortalidad y el poder supremo... ¿Y qué pasó después?
—Nada... Bueno, no lo sé... No hay nada más escrito, esa es la última página del diario —afirmó Kay, que aún permanecía sumido en su trance sin evaluar las consecuencias que suponía haberse inmiscuido en algo tan sombrío.
—¡Este reino está maldito! Primero, los desvaríos de esa anciana... y ahora, toda una corte que pareció desaparecer misteriosamente junto a su rey... Por no mencionar que tuvieron tan valioso tesoro entre sus manos y también lo malograron —se quejó Arturo, empujando la pila de objetos que había a su lado como forma de canalizar la frustración y rabia contenida—. No sé vosotros, pero yo me marcho de aquí...
—No iréis a ninguna parte... Este castillo no solo está embrujado, sino que está esperando a su rey... Y vosotros, mis leales súbditos, me devolveréis a la vida —una voz de ultratumba resonó en la sala, y la habitación quedó en penumbra. Solo podía contemplarse el reflejo de una silueta con bordes dorados emanando una luz cegadora a través del espejo que colgaba sobre una de las paredes.
—Nosotros no somos tus vasallos —afirmó con contundencia Arturo, rindiendo honor a su valentía y, tal vez, también a su osadía.
—¿Cómo osas desafiar a tu rey? —la voz hizo que las paredes del castillo retumbasen—. Vosotros sois los elegidos, esa es la misión que os encomendaron al nacer...
La imagen dorada del espejo desapareció, ofreciendo una vista muy diferente a la anterior. Arturo, que seguía colocado frente al objeto, quedó reflejado en el cristal. No obstante, no estaba solo. Había otras dos figuras, las mismas que permanecían arrodilladas frente a su rey, una imagen idéntica a la que ilustraba el fresco. Las figuras se giraron en su dirección, abandonando momentáneamente su postura y dándole la espalda al rey. Eran ellos, Kay, Tristan... y él. El rostro de Arturo albergaba una mezcla de desconcierto y temor... De repente, fue consciente de que ellos no eran simples visitantes, sino que parecían estar atrapados en una oscura fantasía, destinados a cumplir con su encomienda. Por un instante, se viró para contemplar a sus compañeros, enfrascados en una realidad alternativa.
—Vuestra misión no es hallar el Santo Grial, como creéis, sino salvarme de la oscuridad —sentenció con firmeza.
—Hay algo en todo esto que escapa de mis razonamientos —dudó Arturo unos segundos, tras sus intentos por descifrar las lagunas que quedaban sin resolver—. Si la corte logró hacerse con el Grial, resucitó a Su Majestad —el tono cuidado con el que se dirigía ahora a la figura denotaba su creciente interés— y después lo entregó como ofrenda... Entonces, ¿por qué desapareció su legado?
—Porque el poder puede nublar la mente de las almas más puras y altruistas. La codicia acabó corrompiéndolos, uno a uno, dictando su culpabilidad y castigándolos a sumirse bajo el frío abrazo de la oscuridad... Y aquello, terminó arrastrándome con ellos. Si bien, en lo más profundo de la noche, germina la promesa de la luz que volverá a despertar con el tiempo. La oscuridad también es madre de la esperanza, y vosotros sois la semilla de mi resurgir —explicó la voz, cargada de resentimiento y dolor hacia quienes lo traicionaron.
Arturo pretendía engañar a la figura, utilizarla como parte de su juego para llegar hasta el Santo Grial. No lo resucitaría y, por tanto, no tendría que entregarlo para pagar su deuda con el más allá. La antigua corte, fiel devota seguidora de Su Majestad, lo había traicionado, pagando un alto precio por ello. Mas ellos eran diferentes, no estaban en deuda con aquel rey, ni siquiera habitaban en su reino. No obstante, se encontraban en una encrucijada... ¿Y si la inmortalidad y el poder eterno que albergaba el Santo Grial no era un premio sino un castigo?
Jamás habían estado tan cerca del poderoso objeto, lo tenían todo para hallarlo, para sostenerlo entre sus manos. Ese anhelo, el deseo de encontrarlo, casi era una realidad. Los tres caballeros se miraron entre ellos, si le negaban su ayuda al rey, morirían condenados entre los muros de su castillo; si lo auxiliaban, perderían la oportunidad de tener su bien más preciado... Aunque, ¿de qué serviría poseer semejante fuente de poder, cuando lograrlo supondría perder la mayor de las cualidades: el valor? Y si algo definía a aquel trío de intrépidos exploradores era su valentía y su honor.
Habían nacido con esa encomienda, ese había sido su destino prefijado... Pero Arturo no renunciaría a sus propios ideales. Kay buscaba acceder al poder para prosperar en la vida, y Tristan para ganarse el corazón de su amada Isolda... Sin embargo, no dejarían que sus almas se corrompieran por el afán y la codicia. Eran caballeros, ya tenían a su propio rey, y defenderían sus principios con el honor que un día juraron en el castillo de Camelot. Nadie decidiría su devenir, y con esa afirmación rondando su mente, Arturo alzó el espejo y lo rompió en mil pedazos.