El poder oculto

Capítulo 44: Manto blanco

   Siempre fui una persona estudiosa a la que le gustaba mucho leer, pero había días en los que me sentía abrumado por los complejos textos que no dejaban de llegar al hotel. Se suponía que había cursado mi educación media en un prestigioso colegio español, pero lo cierto era que tan solo había cursado dos años en un secundario público de Argentina. 

   Mi padre había insistido en que utilizara ese año para incorporar todos los conocimientos de la escuela secundaria de forma intensiva. Los planes de estudio habían sido especialmente elaborados para cada uno de nosotros, teniendo en cuenta nuestro perfil educativo y nuestros intereses individuales. No había nada al azar en la elección de los materiales y en las actividades que nos proponían. Mientras que la base de mi material de estudio eran textos de Psicología, Sociología y Comunicación Social, los de Sebastián tenían más que ver con las Ciencias Exactas, la Biología y la Medicina. Por mi parte, consideraba mucho más interesante aprender sobre la mente y el comportamiento humano para de esa forma poder ejercer control sobre las masas.  

   Con tan solo quince años había optado por cargar sobre mis hombros con la responsabilidad de convertirme en un alumno ejemplar. Además, deseaba mantener una relación armoniosa y estable con Tamara, quien yo creía que sería la mujer con la que pasaría el resto de mi vida. No quería descuidar mis estudios en la magia y tampoco restar tiempo a la relación de amistad que había logrado forjar con Sebastián, Natasha y Sasha, al principio presionado por mi progenitor, pero a los que luego había llegado a apreciar mucho. 

   En ese momento me sentía desbordado por las responsabilidades, presionado por mis profesores y por mi padre pero sobre todo por mí mismo. Nunca me había sentido cómodo si no lograba a la perfección lo que me había propuesto. Quería ser el mejor en todo y eso resultaba muy difícil al abarcar demasiado. Quizás, mi subconsciente intentara boicotearme. Tal vez, llenarme de ocupaciones era la única forma de evitar pensar en aquello que realmente me asustaba: mi madre, lo que podría pasar cuando Crisy dejara de ser una niña y la profecía de Ailén. 

   No era el único visiblemente cansado por las largas jornadas de estudio y de entrenamiento físico y mental a las que nos sometían los tutores que mi padre había contratado, pues mis amigos y Tamara estaban en las mismas condiciones o incluso peor que yo. No era poco común que Sasha se quedara dormido durante la cena o el desayuno. Unas finas líneas púrpuras surcaban los rostros de todos, aunque Tamara y Natasha se esforzaban en cubrirlas con maquillaje. Pese a que las primeras semanas pude notar cierta tensión entre ellas, con el tiempo se habían vuelto excelentes amigas y pasaban gran parte del día juntas. 

   El único que parecía acostumbrado al intenso ritmo de vida era Sebastián. Posiblemente, eso se debía al entrenamiento de haber vivido casi toda su vida con mi padre que, aunque viajaba mucho, dejaba instrucciones muy precisas a todo el personal para que no nos quedara demasiado tiempo para distraernos.  

   Fueron pasando los días, las semanas, los meses y una infinidad de momentos. Los días comenzaron a acortarse, las laderas de las montañas se cubrieron de blanco y finalmente la nieve alcanzó nuestra isla. Los turistas iban y venían, todos parecían fascinados con el lugar y con el paisaje paradisíaco en el que estábamos prisioneros. 

   Ailén conseguía todo tipo de cosas de la ciudad y nunca cuestionaba ni preguntaba de más, pero al mismo tiempo, todo aquello a lo que pudiéramos acceder estaba siendo controlado. En los pocos momentos en que tenía tiempo de dejar de lado los libros, comenzaba a cuestionar mi existencia allí y a preguntarme si sería libre de salir si me lo proponía. Sin embargo, era más cómodo aceptar lo que me ofrecían y continuar con mi entrenamiento para adquirir el conocimiento. No reparé en que el exceso de información nos podría estar cegando, hasta que Tamara un día nos abrió los ojos.

     —Llevamos meses viendo especulaciones teóricas con el viejo Al, pero sin practicar absolutamente nada —comentó un día en que habíamos decidido ir los cinco a la biblioteca para avanzar con nuestras respectivas tareas y trabajos prácticos. 

    —Pero la semana pasada hicimos levitar a Sebastián. Eso fue divertido —dijo Sasha, defendiendo al viejo que se había convertido en su profesor favorito. 

   —Tamara tiene razón —dijo Natasha, al tiempo que levantaba sus ojos lilas de un libro antiguo—. No lo hicimos levitar. No fue más que un truco psicológico.

   Había sido una experiencia bastante interesante. Se requerían cinco personas y una silla para el experimento. El anciano profesor le había pedido a Sebastián que se sentase y al resto que lo rodeáramos. Pidió que lo levantáramos tan solo apoyando dos dedos bajo la silla y tal como pensamos no funcionó. Sebastián era el más alto y pesado de los tres. Quizás si hubiera sido Sasha o alguna de las chicas, el experimento hubiera resultado desde el principio, pero hicimos fuerza y la silla apenas se movió. Luego Al nos pidió que diéramos vueltas caminando alrededor del muchacho mientras cantábamos una tonta canción infantil y que cuando el dijera “ahora”, intentásemos levantarlo nuevamente. Al no estar pensando en nuestras limitaciones, la señal nos tomó por sorpresa y conseguimos elevar la silla con Sebastián encima, como si casi no pesara. Aquel día aprendí que la fuerza y la confianza radican en nuestro interior y que lo que parece imposible puede volverse real sin la necesidad de recurrir a las criaturas que habitan en otros planos.

   Las clases con el padre de Tamara, aunque interesantes, no nos habían aportado más que conocimientos teóricos en distintas disciplinas que no necesariamente estaban relacionadas con la magia. Incluso habíamos aplicado algunas técnicas psicológicas que habían sido descartadas por los psicólogos respetados como la catarsis que consistía en hacer presión sobre la frente de alguien para que dijera todo lo que se le fuera ocurriendo. Aquella clase fue bastante interesante, en especial cuando Tamara me confesó que quería que yo fuera su novio. Por supuesto que acepté, porque aunque no se lo había pedido con palabras, daba por sentado que lo éramos desde hacía tiempo. Todos se emocionaron, incluso Alan, quien nos dio el resto del día libre con la condición de que no se lo dijéramos a mi padre.



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En el texto hay: brujas, romance adolecente, paranormal suspenso

Editado: 17.07.2020

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