Filas interminables de tenebrosos árboles de sauce rodeaban el empedrado camino cuesta arriba en el que subía con mi auto, a través de la lóbrega noche iluminada únicamente por las luces de mi coche. Eran pasadas las siete, ya estaba llegando tarde. Un portón de hierro con forma de U invertida, con ramas cetrinas cubriendo su contorno y una leyenda en la parte superior en la que se leía la frase «Casa de los Sauces», me indicaba que había llegado al lugar correcto: en la cima de esa colina se encontraba mi destino, la mansión de Connor.
Cada año, nos reuníamos en esa misma casa los que una vez fuimos compañeros en el instituto, para conmemorar aquello que habíamos convertido en una tradición. Cada uno llegaba solo, sin su pareja, a disfrutar de una celebración patrocinada por quien era el más rico de todos nosotros: Connor, el puto nerd del colegio.
Al llegar a la cúspide, un sujeto con traje de guarda de seguridad me señaló hacia un sitio donde todos los otros carros se encontraban estacionados, en el cual yo también tuve que aparcar el mío y entregar las llaves al portero.
Aquella lujosa mansión se encontraba en medio de la nada: tres horas de viaje a través de un camino solitario, ante un paisaje de montañas y árboles en el que no se vislumbraba ni una sola alma. Tal vez esa era la razón por la que siempre faltaban varios de los excompañeros a la festividad.
Connor era un excéntrico; sin embargo, con todo el dinero que poseía, podía darse el lujo de pagarse todas sus extravagancias: tal vez incluso toda la cordillera le pertenecía. En fin, yo trataba de no pensar mucho en ello, la misteriosa forma en la que había pasado de ser un sujeto ordinario, un asalariado con horario fijo en una empresa de tecnología, a ser uno de los empresarios más ricos e influyentes del mundo, era causa de legítima envidia.
Lo que me hacía asistir a esa efeméride no eran los lujos de Connor, ni su lasciva vivienda. En realidad, lo que me atraía era que cada año Connor nos invitaba a participar en alguna clase de competencia o juego de mesa, y el ganador obtenía siempre como premio una cuantiosa suma de dinero o algún artículo de valor monetario considerable. El tipo era increíble, y lo mejor de todo era que el día siguiente al festejo podíamos disfrutar en su inmensa piscina de agua celeste, en la que de vez en vez contrataba strippers y conseguíamos regocijarnos en una colosal y fastuosa fiesta sin tapujos ni tabúes, y sin cónyuges.
Me bajé del automóvil y me dirigí al pórtico de la casa, donde un gorila gigante con traje atezado y corbata aguardaba la entrada. Al acercarme, el sujeto se dirigió a la puerta de vidrio de la entrada para abrirla y que yo pudiera pasar.
– Gracias. –dije a modo de cortesía.
Cruzando el umbral me encontré en un corto pasillo, con una puerta al lado izquierdo y otra al frente. Una majestuosa fuente con piedras de granito descansaba en una de las esquinas, y su agua cristalina hacía mágicos movimientos circulares en olas que hipnotizaban al punto de desear apreciarla por horas. Un enorme cuadro pintado por la artista Mary Cassatt colgaba en la pared de la derecha, y un adorno de marfil con forma de paquidermo posaba sobre un escritorio de madera labrada. Imaginé que el valor de los artículos de ese pasillo no podía ser menor a los diez millones de dólares.
Crucé la puerta frente a mí y me encontré en la sala principal de la residencia, una amplia estancia con una larga mesa rectangular en su centro. Alrededor de ella, sentados sobre lujosas sillas de mármol con respaldar de espuma de polietileno, se encontraban mis excompañeros del colegio, bebiendo del vino servido sobre sus copas de cristal, y con sirvientes y mayordomos atendiendo todos sus pedidos de condumios; riendo, bromeando y conversando entre ellos.
Connor estaba sentado en uno de los flancos angostos de la mesa, simulando ser el típico anfitrión de un convite.
– ¡Travis! –exclamó Connor al verme entrar, con un rostro de sorpresa y alegría–. ¡Te estábamos esperando!, eras el único que faltaba. Siéntate, amigo –señaló hacia la única silla vacía. Todos vitorearon en respuesta unánime ante mi llegada.
Uno de los mayordomos tomó mi chaleco de cuero negro y lo colgó en un perchero marrón, en el que reposaban otros similares. Me establecí en mi espacio respectivo y de inmediato se acercó a mí una hermosa camarera rubia, vestida con traje de etiqueta, con chaquetilla y pantalones oscuros, consultándome si se me ofrecía algo para libar.
– ¿Qué me ofrece usted, señorita? –pregunté a la moza.
– Tenemos vino negro con champagne, Antitori de 1970, boca de caviar en salsa agridulce, nueces de macadamia, filete de aleta de tiburón… o dígame usted qué gustaría y pregunto al chef si éste podría preparárselo.
Editado: 31.10.2018