El Portador - Serie El Metamensaje

Cap. 2. Un paseo por la mañana

Rapallo, Italia - presente

La mañana en la pequeña ciudad italiana de Rapallo era fría. Una brisa suave pasaba por los árboles cuando el sol aún se resistía a asomar tras las montañas. Los primeros habitantes emergían de sus hogares dirigiéndose con pasos apresurados a sus lugares de trabajo.

Ya algunas panaderías dispersaban el sabroso aroma a pan y focaccia con orégano recién salidos del horno. Sus vidrieras exhibían sus dulces tentaciones: bollos de canela, croissants dorados, prometiendo tazas humeantes de un espresso fuerte o de chocolate caliente.

Los pocos transeúntes se abrigaban con bufandas y abrigos, sus alientos formando pequeños remolinos en el aire. Los niños, con sus narices rojas y mejillas sonrosadas, corrían hacia la escuela, sus mochilas cargadas de libros y sueños, haciendo crujir los adoquines bajo sus pies. A lo lejos, las campanas de la Basílica de San Gervasio y Protasio, tañían, llamando a los fieles a la misa matutina.

Leonardo apresuró el paso. Después de una noche de insomnio parcial, necesitaba tomar una gran taza de café para recuperar la lucidez y comer una focaccia recién horneada. Entró en una panadería, pidió su desayuno para llevar y fue paseando por la avenida Corso Cristoforo Colombo. Escoger Rapallo como su ciudad, fue la mejor decisión que pudo haber tomado. Su pequeña bahía en el mar Adriático con su clima generalmente cálido y agradable. Sus colinas con casas elegantes surcadas de antiguas calles estrechas y su gente atenta y servicial generaba el ambiente ideal para inspirarse y renacer con sus obras artísticas.

— ¡Si no fuera por ese bloqueo que invade mi mente y me deja más estéril que una piedra! — pensaba con amargura.

— Antes, hace relativamente poco tiempo, estaba por terminar una obra cuando ya esbozaba en mi mente la próxima. No había secado la pintura en la primera, y ya comenzaba los trazos de fondo de la segunda.

Ya los primeros rayos de sol se filtraban entre las casas de tejados a dos aguas, pintando de dorado las fachadas. Los habitantes de Rapallo se cruzaban con una sonrisa, compartiendo el secreto de la calidez que solo se encuentra en una comunidad unida por el frío.

Leonardo cruzó la avenida para entrar a la Via Dante Alighieri y buscar un asiento entre los árboles del parque Giardini dei Partigiani. Halló un banco frente al estacionamiento del embarcadero, que a esa hora estaba prácticamente vacío, y se sentó a disfrutar su café y oler el rico aroma de la focaccia antes de meterle un hambriento mordisco. Dejó vagar su mirada hacia la marina, donde lanchas y veleros se mecían suavemente por las olas, teniendo como fondo las colinas que cerraban la ensenada.




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