—No me asustas para nada, porque también sé nadar. Y ya sé que el agua está congelada, ¿Pues qué crees? Me encantan las paletas de hielo.
—Eres imposible. —Jarlath emitió una risa— Está bien, tú ganas. Pero si sientes que se rompe el hielo, aunque sea un mínimo, debes salir de inmediato.
—Si…sí. —hablaba Antonina, poniendo los ojos en blanco.
Continuaron descendiendo con cuidado, dirigiéndose hacia la orilla del lago, sin percatarse que una mirada obscura como la noche, los vigilaba atentamente. Cuando llegaron al borde, Jarlath se inclinó para verificar que el agua de la laguna estuviera completamente congelada. Entretanto, Antonina se colocaba rápidamente los patines y cuando se incorporó, esbozó una sonrisa feliz. Jarlath iba a decir algo, pero ya no pudo hacerlo porque ella ya estaba sobre el hielo, deslizándose con gran destreza. En verdad era buena, pensaba él, cruzado de brazos y supervisando cada movimiento de Antonina. La advertencia de tener cuidado no salía de su boca, pues su sobrina se veía tan radiante que no quería interrumpirla, infundiéndole un miedo que ella no sentía en absoluto.
Jarlath estaba ensimismado viendo tales proezas, que no asimiló de inmediato lo que estaba sucediendo en el siguiente instante. Sus pensamientos se detuvieron de golpe al oír un ruido espeluznante, porque el hielo se había quebrado y Antonina había desaparecido en ese hoyo. Su mente se cerró, al mismo tiempo que su cuerpo se estremeció de terror al comprender el peligro en que se encontraba su sobrina. Jarlath soltó el rifle rápidamente y echó a correr como loco hacia el enorme hueco que se había abierto en medio del lago.
—¡Antonina! —gritó él, desesperado.
Pero ella no emergía a la superficie. ¡No! ¡No estaba pasando! ¡No podía ser! El agua no se movía en absoluto. Jarlath se zambulló inmediatamente, sin importarle que el agua estuviera helada. Sólo podía pensar en Antonina. Oscuridad. El cuerpo de Jarlath se entumeció en el acto y pensó que su corazón también se había detenido, pues apenas podía respirar. Se movió torpemente en el interior del agua, sin encontrar el cuerpo de la niña. ¡No lo podía creer!
Sus ojos abiertos luchaban por ver en el fondo y giraba su cabeza hacia todos lados, pero era inútil. Sólo existía el abismo de sombras bajo sus pies. De pronto, su pecho se crispó y no supo si era de dolor porque estaba a punto de agotarse el último aire de sus pulmones, o porque era consciente de lo que le había ocurrido a su sobrina. Jarlath al fin emergió y como pudo se sostuvo del borde del hielo. Lanzó un grito desgarrador, seguido de un fuerte sollozo… ¡No era posible! ¡Tenía que ser una broma!
Luego se sumergió otra vez nadando hacia el fondo. Sus ojos no podían ver nada y su cuerpo ya no estaba respondiendo como él deseaba con toda su alma. Sabía que moriría si seguía nadando en picada. Sus pulmones le estaban causando un dolor agudo y terrible. Manoteó varias veces sin conseguir tocar algo, entonces se dio vuelta con dificultad y nadó hacia el claro de luz. Jarlath asomó su cabeza y se aferró al hielo, con sus manos ya amoratadas. Su mente le gritaba lo inaudito y se negaba a creer esa horrible idea, ¡No podía estar muerta!
—¡Por favor, no es verdad! —Jarlath exclamó, cerrando los ojos fuertemente.
Su mirada quedo fija en un punto en el infinito. ¡Dios mío! pensaba, sintiendo que su corazón se hacía añicos. ¡No podía rendirse! ¡Antonina tenía que estar viva! Volvió su rostro hacia el cielo que parecía estar igual de nostálgico que él y elevó una plegaria. ¡Su sobrina muerta! No lo podía aceptar.
No podría darle la noticia a Grainne jamás, prefería morir también. Reflexionando esto, Jarlath se soltó de la orilla. Ya nada tenía sentido en su maldita vida. Así su hermana lloraría la muerte de los dos y no lo culparía siempre por haber sido responsable del fallecimiento de su hija. Prefería ser cobarde y huir ante la inminente realidad. Antonina, su preciosa y muy amada sobrina había muerto. Grainne siempre había tenido razón en proteger lo que más quería. En cambio él, no había podido cuidar de su esposa Bianca, ni de su Antonina. Nunca se lo perdonaría, ni en el otro mundo. Sólo cerró los ojos y se sintió atrapado en un abrazo doloroso del agua congelada, mientras se sumergía en ese fondo de tinieblas.
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Grainne no podía aguantar más su preocupación. Era de noche y todavía Jarlath y Antonina no habían vuelto. Sus manos temblaban y las sobaba constantemente. ¿Qué podía hacer? Si moría de miedo tan sólo por asomarse de la ventana. Daba vueltas por todo el interior de la cabaña, sintiéndose presa de la impotencia y de la ansiedad. ¿Y si les había sucedido algo malo? Y ella permanecía ahí, sintiéndose inútil y temerosa como una gallina.
Después de pensar mucho, decidió que saldría a buscarlos inmediatamente. No podía estar ni un segundo más, sin hacer nada. Buscó una linterna recargable y después se colocó su abrigo. Fue donde estaba la escopeta y se la colgó, atravesándola por su pecho. Salió de la cabaña y se dirigió a la parte trasera. Buscó con la lámpara y pronto encontró la leña. Recordó como su hermano había elaborado una antorcha. Regresó al interior de la cabaña, buscó un paño y lo sujetó en la punta del palo. Lo empapó de brea y lo encendió con un fósforo. Observó el fuego unos segundos. Sólo pensaba en su hija y su hermano, cuando ya se encaminaba con paso firme hacia la entrada del bosque.
—¡Jarlath!... ¡Antonina! —gritaba Grainne con toda su fuerza.
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Editado: 23.10.2024