Dime, ¿esto sí te matará? –le susurró Fernando al capitán-.
̶ No puedo creer que Él te haya dicho el secreto de cómo acabar con su propia existencia -apenas pudo decir el capitán-.
–Es que yo sería incapaz de hacerle daño a mi hermano –le respondió Fernando, mientras le terminaba de enterrar la estaca en el corazón-.
–¡Ustedes están malditos y de nosotros nadie escapa jamás!, algún día… algún día… -fueron las últimas palabras del capitán antes de convertirse en una montaña de cenizas.
Fernando abrazó a Laura, a quien apenas le quedaba un aliento de vida:
-Aguanta, hija, por favor, no me dejes solo –lloraba Fernando sobre Laura, tratando de buscar en su mente alguna forma de ayudar a su pequeña-.
–Te amo, papá –fue lo último que pronunció la niña, con una cálida sonrisa-.
Él la abrazaba, lloraba, le imploraba que no se fuera; pero de pronto algo cambió, en medio de su dolor, al cerrar los ojos, tuvo una visión borrosa. Un hombre estaba a su lado y le decía al oído que cumpliera su promesa. Era Vlad, quien le recordaba la promesa de salvarla: “sálvala como yo te salvé a ti, pero solo hazlo con ella, porque hasta tus propias creaciones te van a querer cazar para beber tu sangre y tener tu poder”.
–Es cierto –dijo Fernando para sí mismo-, todavía hay tiempo.
Sin temor a nada, Fernando le mordió el cuello a su hija.
Pasaron unos minutos, que Fernando sintió como una eternidad, hasta que una brisa helada rozó su rostro y Laura abrió los ojos.
–Padre, ¿estás bien?, ¿estamos bien? –fue lo primero que pronunció Laura, aún con debilidad en el cuerpo-.
–Ahora sí lo estamos hija, ahora lo estamos.
–¿Papá, tú me salvaste?
–No, hija, otra vez lo hizo Vlad.
–Entonces gracias a ambos, los dos son mis héroes.