Jaime había ido a visitar a su abuela junto a su madre. Antes de salir, ella le advirtió que no se alejara demasiado, y aunque él asintió con la cabeza, su curiosidad siempre encontraba la forma de llevarlo más lejos de lo permitido.
El día en que cayó al pozo había sido tan gris como siempre. Jaime, con sus seis años, caminaba descalzo por el patio descuidado de la vieja casa de su abuela. Aquel lugar nunca le había gustado; las sombras parecían más alargadas, y el viento siempre traía susurros que nadie más escuchaba. Pero esa mañana, algo lo había atraído.
El pozo estaba oculto entre matorrales secos, como si el tiempo hubiese decidido esconderlo a propósito. Jaime no lo buscaba, pero lo encontró. Una piedra rodó bajo su pie, y antes de que pudiera comprenderlo, el suelo desapareció bajo él.
La caída fue breve, aunque para él pareció eterna. Su cuerpo pequeño golpeó la tierra húmeda con un sonido sordo, y el aire escapó de sus pulmones. Se quedó inmóvil, temblando, con el corazón latiendo como un tambor en un concierto de silencio absoluto.
La oscuridad era tan densa que parecía viva. Jaime quiso gritar, pero el miedo le cerraba la garganta. Entonces, algo extraño sucedió. No podía verlo, pero sentía que aquel vacío lo miraba.
"¿Dónde estoy?", pensó, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
Jaime se levantó con cuidado, temblando. Sus manos rozaron la tierra húmeda mientras intentaba incorporarse. Había estado gritando, llorando y llamando a su mamá. Su voz resonó en el vacío, pero no obtuvo respuesta. Solo el eco le devolvía sus propias palabras, como si aquel lugar quisiera recordarle que estaba solo.
El agotamiento lo venció. Se dejó caer al suelo, abrazando sus piernas con fuerza. Las lágrimas caían por su rostro, pero ya no sollozaba. Su pequeño cuerpo temblaba, no solo por el frío, sino por el miedo que le oprimía el pecho.
Cuando finalmente levantó la vista, algo llamó su atención. A pocos metros de donde estaba, una pequeña apertura se dibujaba entre las sombras. Era apenas un hueco, pero parecía diferente del resto del entorno.
Jaime se puso de pie, aún asustado. El silencio era tan pesado que podía escuchar su propia respiración entrecortada. Dio un paso hacia adelante, luego otro, mientras sus ojos se fijaban en aquel hueco. Tal vez... tal vez podría salir por ahí.
Con pasos inseguros, se acercó poco a poco. Su corazón latía con fuerza mientras sus manos se posaban en el borde de la abertura. Respiró hondo y se adentró.
Lo que encontró al otro lado lo dejó sin aliento. Era un enorme pasillo de piedra, frío y desolado. Las paredes eran rugosas, como si hubieran sido talladas a mano, y en el aire flotaba un extraño olor a humedad y tierra vieja. Jaime sintió que el lugar lo observaba, aunque sabía que estaba completamente solo.
Jaime avanzó por el pasillo con pasos temblorosos. Cada sonido que hacía se multiplicaba, rebotando en las paredes de piedra, amplificando su presencia. La oscuridad parecía engullirlo con cada paso, cerrándose detrás de él como una cortina impenetrable.
Al principio, pudo distinguir el camino gracias a un débil resplandor que venía de algún lugar indeterminado, pero pronto esa tenue luz desapareció por completo. Ahora estaba sumido en una negrura total. Su respiración se volvió más rápida, sus manos se aferraron a las paredes, buscando algo, cualquier cosa, para guiarse.
"¿Mamá?" dijo en un susurro, aunque sabía que nadie respondería.
El miedo le oprimía el pecho, su garganta se cerraba, y las lágrimas comenzaron a correr de nuevo. La oscuridad no era solo ausencia de luz; era una presencia. Jaime podía sentirla, acechando, rodeándolo. Cerró los ojos con fuerza, como si eso pudiera protegerlo, aunque no hubiera diferencia entre cerrar los ojos o mantenerlos abiertos.
De repente, un sonido. Algo crujió en la distancia, como si una piedra hubiera caído al suelo. Jaime se quedó inmóvil, su cuerpo rígido como una estatua. "No estoy solo", pensó, y el miedo se transformó en pánico.
Pero quedarse ahí no era una opción. Respiró profundamente y, reuniendo toda la valentía que pudo, comenzó a caminar otra vez. Extendió sus brazos hacia adelante, tropezando con el suelo desigual, pero no se detuvo.
Entonces ocurrió algo extraño. Una luz muy tenue comenzó a surgir al final del pasillo, un parpadeo casi imperceptible. Jaime avanzó hacia ella, como si esa chispa de claridad pudiera salvarlo.
Mientras caminaba, sintió que algo cambiaba. La oscuridad parecía retroceder, como si reconociera que él ya no le temía tanto. Jaime dejó de temblar. Su respiración se calmó, y aunque sus piernas aún estaban débiles, no dejó de avanzar.
Finalmente, alcanzó el origen de la luz: una abertura en la pared, de donde brotaba un resplandor cálido y amarillo. No era mucho, pero era suficiente para alejar las sombras que lo perseguían. Jaime se sentó frente a aquella abertura, dejando que la luz acariciara su rostro.
Por primera vez desde que cayó al pozo, sintió que podía respirar con algo de alivio. Había caminado a través de su peor miedo y seguía de pie.
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crecimiento personal, superacion y nuevos comienzos, niño con miedos
Editado: 28.01.2025