El pozo de la valentia

Recuerdos

Jaime avanzaba con pasos inseguros, dejando atrás el abismo lleno de luces que parecían observarlo desde la distancia. Aún sentía el eco de las estrellas apagándose, como un leve lamento en la oscuridad, pero algo en su interior había cambiado. Con cada paso, notaba que el aire a su alrededor era más cálido, más pesado, como si un recuerdo invisible lo envolviera.

De repente, su pie tropezó con algo. Jaime se inclinó con cuidado, palpando el suelo de piedra fría, hasta que sus dedos rozaron algo suave y familiar. Lo levantó, temblando, y lo acercó a su rostro: era un pañuelo, viejo y desgastado, con un delicado bordado de flores en las esquinas. Su corazón dio un vuelco. Lo reconocía. Era el pañuelo que su madre siempre llevaba en el bolsillo del delantal cuando cocinaba, el que usaba para secarse las manos o limpiar una lágrima en sus mejillas cuando él estaba triste.

“¿Cómo… llegó esto aquí?”, susurró, apretando el pañuelo contra su pecho. Su aroma, aunque tenue, aún estaba ahí: una mezcla de lavanda y el cálido olor del hogar. Jaime cerró los ojos y por un momento pudo imaginar que estaba en la cocina de su casa, con su madre tarareando una canción mientras preparaba su comida favorita. Ese recuerdo le arrancó una sonrisa, pero también una lágrima.

A medida que avanzaba, el camino parecía cambiar. El suelo, antes tan oscuro y monótono, comenzaba a revelar pequeños destellos, como si estuviera caminando entre fragmentos de un espejo que reflejaban destellos de luz cálida. Jaime siguió esos brillos, y pronto encontró otro objeto: una foto. La levantó con cuidado, y sus ojos se abrieron de par en par al reconocer la imagen. Era una foto de él mismo, más pequeño, sentado en el regazo de su madre. Ella sonreía ampliamente, sosteniéndolo con fuerza mientras él reía. Jaime recordó aquel día: era su cumpleaños, y su madre lo había sorprendido con un pastel que ella misma horneó, a pesar de que el dinero era escaso.

El peso de la nostalgia se le hizo un nudo en la garganta, pero esa misma sensación también le dio fuerzas. Guardó la foto con cuidado en el bolsillo junto al pañuelo y continuó caminando.

El tercer objeto lo encontró en una esquina del camino, justo cuando sintió que el sendero comenzaba a estrecharse. Era un pequeño juguete, una figura de madera que su madre le había tallado una tarde lluviosa. Un pequeño oso, con las patas ligeramente torcidas, pero que él adoraba porque su madre lo había hecho para él. Sus dedos acariciaron la superficie desgastada, y recordó cómo solía llevarlo consigo a todas partes, como un pequeño amuleto de protección.

Jaime se sentó un momento, mirando los tres objetos que había encontrado. Cada uno de ellos era más que un simple recuerdo: eran fragmentos de su vida, pedazos de amor que lo habían sostenido cuando se sentía perdido. En ese instante, entendió algo importante. No estaba solo, nunca lo había estado. Incluso en este lugar oscuro y extraño, el amor de su madre estaba con él, no como un ancla que lo ataba al pasado, sino como una fuerza que lo empujaba hacia adelante.

Apretó el pañuelo en una mano, la foto y el juguete en la otra, y se levantó con determinación. Sabía que todavía quedaba mucho por recorrer, y que el camino sería difícil. Pero ahora llevaba consigo algo más poderoso que el miedo: llevaba el recuerdo de su madre y el amor que ella le había dado.

Las luces en el suelo comenzaron a desvanecerse, y el sendero frente a él se oscureció una vez más.




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