Jaime avanzaba lentamente, con los tres objetos de su madre todavía apretados en sus manos. Había perdido la noción del tiempo; no sabía si llevaba horas o días caminando por aquel mundo extraño, pero algo en el aire había cambiado. Ya no era frío y denso como antes. Ahora se sentía más ligero, casi acogedor. Un tenue resplandor anaranjado apareció al final del túnel. La luz parecía cálida, como la que atravesaba las cortinas de la casa de su abuela en las tardes de verano.
Intrigado y un poco esperanzado, Jaime apresuró el paso hasta llegar a la entrada de una habitación. Allí, su corazón dio un vuelco. Reconoció el lugar: era el salón de la casa de su abuela. O al menos eso parecía. Las paredes tenían el mismo papel tapiz floreado, y los muebles estaban dispuestos como los recordaba. Pero algo no estaba bien.
El techo era demasiado alto, tan alto que parecía perderse en una penumbra infinita. Las paredes, aunque familiares, parecían temblar suavemente, como si estuvieran vivas, respirando. Los muebles estaban ahí, pero rotos: la silla de madera de su abuela tenía una pata astillada, la mesa estaba ladeada, y el viejo reloj de péndulo, que siempre daba la hora con un sonido reconfortante, estaba parado, sus agujas girando al revés.
Jaime dio un paso adentro, cauteloso. El suelo crujió bajo sus pies, y el eco resonó como un susurro que se repetía infinitamente: "Jaime… Jaime…". Un escalofrío recorrió su espalda. Miró alrededor, buscando algo familiar que lo reconfortara, pero lo único que encontró fue más distorsión.
La ventana, que siempre dejaba entrar la luz del jardín, ahora mostraba algo oscuro e indescifrable. Era como si el mundo exterior no existiera, como si solo hubiera sombras danzando detrás del cristal. Desde algún lugar, se escuchaba un sonido. Era bajo al principio, como el goteo de agua, pero poco a poco se transformó en algo más: el chirrido de una puerta, el crujir de madera, y luego, una risa. No era una risa feliz. Era hueca, rota, y resonaba como si viniera de todas partes.
Jaime sintió que sus piernas temblaban. El salón de su abuela siempre había sido un lugar seguro, un refugio. Pero ahora… ahora se sentía como una trampa, un reflejo distorsionado de su hogar. Se abrazó a sí mismo, apretando los objetos contra su pecho, tratando de calmarse. Recordó el pañuelo de su madre, su aroma a lavanda, y eso le dio un poco de fuerza.
“Esto no es real,” murmuró, intentando convencerse. Dio un paso más, y el crujir del suelo sonó como un lamento. Sus ojos se fijaron en la mesa central. Encima de ella había algo que no debería estar allí: una pequeña caja de música. Jaime la reconoció al instante. Era la caja que su abuela siempre tenía en su mesita de noche. Cuando era más pequeño, su abuela solía darle cuerda para que la melodía lo ayudara a dormir. Pero ahora, la caja estaba torcida, como si alguien la hubiera doblado con las manos, y el sonido que salía de ella era extraño, desafinado.
Jaime se acercó lentamente, extendiendo una mano temblorosa hacia la caja. El ambiente parecía contener la respiración. Cuando sus dedos rozaron el metal frío, un ruido ensordecedor llenó la habitación, como si el propio lugar se quejara de su presencia.
La puerta por la que había entrado se cerró de golpe, y los muebles comenzaron a moverse. Jaime retrocedió, con el corazón latiendo con fuerza. Las sillas se arrastraban solas, formando un círculo a su alrededor. El reloj de péndulo emitió un crujido, y el cristal de su esfera se hizo añicos. Todo el salón parecía cobrar vida, pero no de una forma amigable. Era como si el lugar estuviera enfadado, como si lo culpara de algo.
Jaime retrocedió, observando cómo las sillas formaban un círculo a su alrededor. Cada vez que una de ellas chirriaba al moverse, un eco extraño se expandía por la habitación, pero este no era el ruido del salón. Eran voces. Voces elevadas, cargadas de enojo, mezcladas con sollozos.
Al principio no podía distinguirlas bien, pero luego las reconoció.
—¿Es que no puedes pensar en otra cosa que en ti mismo? ¡Siempre lo haces! —La voz de su madre resonaba fuerte, más fuerte de lo que la recordaba.
Jaime se congeló, mirando el espacio vacío delante de él, como si en cualquier momento las voces fueran a materializarse. La otra voz llegó después: más grave, más cortante, con un tono cansado y distante.
—¿Y qué quieres que haga? Ya no aguanto más este lugar, esta vida. No es solo culpa mía.
Jaime cerró los ojos con fuerza, apretando los puños alrededor del pañuelo, la foto y el juguete que aún sostenía. Recordaba esos gritos, esas peleas que creía haber olvidado. Las noches en las que se escondía debajo de la mesa o detrás del sofá mientras su madre y su padre discutían en la cocina. Solía taparse los oídos, pero las palabras siempre se filtraban, como si buscaran alcanzarlo.
—No grites, Jaime puede escucharte, —decía su madre, bajando un poco la voz, pero no lo suficiente para ocultar el temblor de sus palabras.
—No importa. Que escuche. Que sepa cómo son las cosas de verdad.
El eco de esa frase retumbó en la habitación, y Jaime sintió un nudo en el estómago. Había escuchado esas palabras tantas veces que se habían quedado grabadas en su mente como un eco perpetuo. Las discusiones siempre terminaban igual: su padre se iba dando un portazo, y su madre se quedaba llorando en silencio.
En ese momento, las paredes de la habitación comenzaron a temblar. Los muebles, que hasta entonces habían permanecido en su lugar, se movieron como si algo invisible los empujara. El reloj de péndulo caído volvió a emitir su tic-tac, pero esta vez era más rápido, casi frenético, como si el tiempo estuviera escapando.
Jaime respiró profundo, tratando de calmarse. Miró la mesa donde aún descansaba la caja de música. Parecía fuera de lugar en medio del caos, como un pequeño oasis de calma. “Esto no es real,” se recordó a sí mismo, aunque su corazón dudaba. Dio un paso hacia la mesa, y de pronto, las voces cambiaron.
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crecimiento personal, superacion y nuevos comienzos, niño con miedos
Editado: 08.02.2025