Jaime avanzó lentamente por el pasillo que había dejado atrás la sombra de su padre. La atmósfera seguía siendo pesada, pero algo había cambiado. Aunque su cuerpo temblaba por el esfuerzo y el miedo, su mente estaba más clara. Había enfrentado lo que creía imposible, pero el camino todavía no había terminado.
El pasillo lo llevó a una abertura amplia que se extendía en un espacio que parecía no tener fin. El suelo era liso, como un espejo negro, y reflejaba el cielo que se extendía arriba, salpicado de estrellas temblorosas. Jaime miró a su alrededor, sorprendido por la calma del lugar. Era hermoso, pero también solitario.
En el centro del espacio, bajo un rayo de luz, vio algo familiar: el pañuelo de su madre, perfectamente doblado, colocado sobre una roca lisa. Lo sacó del bolsillo, confuso. “Pero… si yo lo tengo aquí…” Se acercó con cautela, como si el suelo pudiera desaparecer bajo sus pies, y tomó el pañuelo en sus manos.
En cuanto lo tocó, una voz resonó en su cabeza, una que no reconocía pero que sentía profundamente.
—Algunas cosas deben quedarse atrás para avanzar.
Jaime se sobresaltó y miró a su alrededor. No había nadie, pero las palabras vibraban en su pecho, como si las hubiera sabido siempre.
—¿Qué quieres decir? —preguntó al aire, apretando el pañuelo con fuerza.
El espacio a su alrededor comenzó a cambiar. Las estrellas en el cielo comenzaron a apagarse, una por una, mientras el suelo bajo sus pies se volvía más opaco, más frágil. De repente, sintió que se hundía.
—¡No, no, no! —gritó, retrocediendo hacia la roca.
La voz volvió a resonar.
—No puedes cargar con todo, Jaime. Este lugar es un reflejo de ti. Cada paso adelante requiere que sueltes algo. El peso que llevas te está hundiendo.
Jaime miró el pañuelo en sus manos. Su mente se llenó de recuerdos: su madre abrazándolo cuando estaba enfermo, secándole las lágrimas después de una caída, cantándole suavemente para dormir. Este pañuelo había estado con él durante todo su viaje. Era lo único que lo conectaba con ella, su refugio, su fortaleza.
—No puedo dejarlo —murmuró, sintiendo las lágrimas brotar de nuevo.
El suelo bajo sus pies crujió, y un abismo comenzó a abrirse lentamente. Jaime miró hacia abajo, viendo cómo las estrellas restantes se reflejaban en el vacío que lo esperaba.
La voz habló de nuevo, más suave esta vez.
—Es una elección, Jaime. Pero recuerda, lo que significa para ti no desaparece. Está en ti.
Jaime miró el pañuelo una última vez. Su olor, aunque tenue, aún le recordaba a su madre. Lo apretó contra su pecho, sintiendo el calor del recuerdo.
—Siempre estarás conmigo —dijo, como si hablara directamente con ella.
Con manos temblorosas, dejó el pañuelo sobre la roca. Cuando se apartó, el suelo bajo sus pies se solidificó, y las estrellas que quedaban se iluminaron brevemente, como si le agradecieran. Jaime sintió una punzada en el pecho, pero también una extraña ligereza.
—No es el final —se dijo a sí mismo, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Luego, miró al frente, hacia la oscuridad que lo esperaba.
El camino no sería fácil, lo sabía. Pero ahora entendía que algunas cosas solo se quedaban atrás físicamente. En su corazón, el pañuelo, y lo que representaba, seguían con él, impulsándolo a seguir adelante.
Cada paso que daba Jaime en aquel extraño mundo parecía más claro y más pesado a la vez. Había dejado atrás el pañuelo de su madre, su primer sacrificio, pero no sería el último. El camino adelante continuaba bifurcándose, llevándolo a nuevos lugares, cada uno más desafiante y demandante que el anterior.
El siguiente desafío lo llevó a una caverna donde las paredes estaban cubiertas de reflejos distorsionados. En el centro, sobre una mesa de piedra lisa, vio algo que lo hizo detenerse: una foto vieja, arrugada por los años, donde estaban él y su madre en un día soleado, su cumpleaños. Era una de sus cosas más preciadas, una ventana a un momento de felicidad. Al tomarla, la caverna comenzó a cerrarse lentamente a su alrededor, las paredes acercándose como si fueran a aplastarlo.
La voz volvió, suave pero firme.
—No puedes avanzar cargando con todo. Los recuerdos no se pierden, Jaime. Tú eres el recuerdo.
Jaime apretó la foto contra su pecho, las lágrimas cayendo de nuevo. Pero sabía que la voz tenía razón. La dejó cuidadosamente sobre la mesa, murmurando un adiós. Las paredes se detuvieron y comenzaron a abrirse, mostrando un nuevo camino por recorrer.
El pasaje lo llevó a un túnel lleno de ecos de risas infantiles. Allí, encontró su viejo oso de madera, el juguete que su madre le había tallado cuando era muy pequeño. Lo levantó con cuidado, recordando las noches que había dormido abrazado a él cuando los gritos de sus padres llenaban la casa.
—No puedo dejarlo —susurró, sintiendo el peso emocional del objeto.
Sin embargo, al sostenerlo, el túnel comenzó a desmoronarse, y un río oscuro apareció bajo sus pies, amenazando con arrastrarlo si no seguía adelante. Jaime comprendió el patrón. Dejar atrás el oso era la única manera de salvarse.
Con un nudo en la garganta, colocó el oso en el suelo y le dio la espalda, avanzando hacia el siguiente desafío mientras el túnel volvía a cerrarse tras él.
Finalmente, Jaime llegó a un espacio que parecía infinito, un abismo oscuro donde cada paso retumbaba como un eco interminable. En su cuello colgaba el último objeto que había conservado desde el inicio: el collar con el pequeño corazón que su madre le había dado como símbolo de su amor. Había sido su refugio, su fuerza, su guía durante toda esta travesía.
En el centro del abismo, un puente estrecho lo esperaba, pero cada paso que daba hacía que el collar pesara más, como si estuviera hecho de hierro. Sus piernas temblaban bajo el peso, y supo que no podría cruzar mientras lo llevara.
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crecimiento personal, superacion y nuevos comienzos, niño con miedos
Editado: 08.02.2025