Cuando Jaime dio el último paso hacia la luz, el mundo a su alrededor cambió. El calor del amanecer se transformó en la frescura familiar del viento que solía correr por el patio de la casa de su abuela. Abrió los ojos, y ahí estaba: el pozo. El mismo lugar donde todo había comenzado, pero ahora parecía distinto.
Ya no lo miraba con miedo. La oscuridad que antes lo había aterrorizado ahora parecía tan solo un hueco vacío, un espacio que había llenado con todo lo que había aprendido. Se acercó al borde, se arrodilló y miró hacia abajo. Lo que antes era un abismo infinito ahora no era más que un lugar profundo y oscuro, sin poder sobre él.
—Gracias —susurró, como si el pozo pudiera escucharlo.
Al levantarse, algo en el aire cambió. El aroma de la casa de su abuela llegó a su nariz: el olor de pan recién horneado y de las flores del jardín que ella cuidaba con esmero. Se giró y la vio.
Su madre estaba allí, de pie junto al marco de la puerta, con los brazos cruzados y una sonrisa mezcla de alivio y preocupación. Sus ojos brillaban con lágrimas contenidas, y aunque no dijo nada, su presencia lo envolvió en una calidez que no había sentido desde hacía mucho tiempo.
Jaime corrió hacia ella, lanzándose a sus brazos.
—Mamá —dijo, enterrando su rostro en su pecho—. Pensé que te había perdido.
Ella lo abrazó con fuerza, acariciándole el cabello.
—Jaime, nunca me perderás. Estoy aquí, siempre lo he estado. Pero tú... tú has cambiado, mi niño.
Él levantó la mirada y se encontró con sus ojos. Había algo diferente en la forma en que la veía ahora. Su madre ya no era esa figura que dependía de mantenerlo a salvo en todo momento, sino alguien que le había dado las herramientas para enfrentarse al mundo, para ser valiente, incluso cuando estaba solo.
Jaime sonrió.
—Ya no tengo miedo, mamá.
Ella asintió, como si supiera exactamente lo que eso significaba.
Regresaron juntos hacia la casa, y mientras lo hacían, Jaime miró a su alrededor con ojos nuevos. Los matorrales secos, el viento susurrante, incluso las sombras alargadas del patio ya no lo perturbaban. Ahora eran solo parte del mundo, un mundo que él sabía que podía enfrentar.
Cuando llegaron al interior, su abuela lo esperaba con una taza de chocolate caliente y una sonrisa amplia. La casa estaba igual que siempre, pero para Jaime, todo había cambiado.
Subió a su habitación, exhausto pero lleno de una paz desconocida. Antes de dormir, se detuvo frente al espejo de su habitación y se miró fijamente. Por un momento, pensó que vería algo diferente: el reflejo oscuro que lo había atormentado en el subsuelo. Pero no. Solo estaba él, con los ojos cansados pero llenos de determinación.
Cerró los ojos y se dejó caer en la cama. El mundo seguía siendo grande, incierto y lleno de desafíos. Pero ahora lo sabía: siempre habría luz al final del camino, incluso cuando todo pareciera perdido.
Y así, Jaime se quedó dormido, con un sueño tranquilo, libre de miedos, sabiendo que había enfrentado lo peor dentro de sí mismo... y había salido victorioso.
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crecimiento personal, superacion y nuevos comienzos, niño con miedos
Editado: 08.02.2025