El precio de Encajar

Capítulo 1

«A veces es mejor no insistir, no entusiasmarse, no pensar tanto, que sea lo que tenga que ser. Breve o eterno»

—Heliana

«A veces es mejor no insistir, no entusiasmarse, no pensar tanto, que sea lo que tenga que ser. Breve o eterno»

—Heliana

Mi bebida estaba completamente fría. No helada de manera refrescante, sino con ese sabor insípido que deja la comida cuando ya no tiene vida, como si la hubieran olvidado en el refrigerador durante días. Y sí, estaba molesta. Muy molesta. Entre no comer y comer frío, prefería mil veces lo segundo; pero la verdad es que a nadie le gusta tragarse la dignidad junto a un arroz apelmazado.

La falta de recursos en casa me había llevado a convertirme en experta en almuerzos improvisados: sobras de la cena, pan del día anterior, un huevo hervido si corría con suerte. Y ahí estaba yo, en la azotea del edificio escolar, con la misión número uno de todos mis días: ahorrar. Ahorrar aunque se me fuera la alegría en cada mordisco.

No me permitían comer en la cafetería. Técnicamente no estaba prohibido sentarse allí, pero si no comprabas nada, el desprecio en las miradas era más doloroso que cualquier regla escrita. Así que mi rincón en la azotea se había convertido en mi comedor privado, aunque “privado” sonara demasiado lujoso para lo que realmente era: un lugar con viento frío, mesas metálicas oxidadas y la compañía ocasional de las palomas que siempre parecían juzgarme.

Me acostumbré hace mucho a que la vida no es justa. No me molesta decirlo; la injusticia y yo tenemos una relación estable. La soledad también forma parte de mí, y evitar a las personas es la única estrategia que me funciona. ¿Amigos? Complicado. ¿Compañía? Mejor no. Lo único que me queda es mi música.

Saqué el celular y sonreí apenas escuché la dulce melodía de un piano. Cada tecla era como un abrazo invisible. Allí, entre notas y viento, era mi lugar favorito. No importaba cuánto doliera el estómago, todo se volvía soportable si podía cerrar los ojos y dejar que el piano me llevara.

“Todas tus preocupaciones desaparecen mientras la música suena”, me repetí mentalmente, como si fuera un mantra.

Pero la sonrisa se torció rápido. Miré mi comida, la misma que parecía burlarse de mí. Si mis padres aún vivieran, ¿comería así? ¿Tendría que inventar excusas para no pasar hambre? Quizá mi padre me daría dinero, quizá no. Supongo que lo más conveniente para alguien como yo siempre es sobrevivir con lo mínimo.

Los afortunados jamás valoran el tesoro que tienen. Eso pensé justo antes de que mi concentración se viera interrumpida por un sonido seco, brutal, que resonó como un trueno en la azotea. Una cachetada.

Abrí los ojos y maldije no haberme puesto los audífonos. Lo último que quería era escuchar los dramas ajenos. Pero ahí estaban: una pareja discutiendo a pocos metros de mí.

—Pensé que realmente me querías —dijo ella, con voz temblorosa.

—Es que vas demasiado rápido. Apenas nos conocemos desde hace una semana… y lo que me pides es demasiado formal. No es sano llevar una relación a esa velocidad —respondió él, con una calma calculada, como si estuviera leyendo un guion.

Oh, fantástico. Un dorama en vivo. Solo que con los géneros invertidos: ella como la impulsiva y él como el razonable. Me mordí el labio para no soltar una risa sarcástica.

—Me agradas, pero no hasta ese punto —continuó él—. Lamento mucho decepcionarte, pero ahora mismo no veo prudente ir a una comida tan especial con tu familia.

—¡Solo es un evento común y corriente! Vamos, Enano…

—No me llames así —la interrumpió de golpe, el ceño fruncido—. No me agrada ese apodo.

Ella se quedó helada. Yo, desde mi asiento, ya veía el final de la telenovela. Cuando uno se empeña en poner apodos fuera de lugar y no sabe leer el cuarto, pasa lo que pasa.

—Sana, no le daré más vueltas al asunto —suspiró él, con un aire definitivo—. Estoy terminando contigo.

Oh, chico listo. Claro y directo. Podría darle un aplauso, pero la chica me arrancaría la cabeza.

Traté de hacerme invisible, pero ya sabía lo que venía: ella me miraría con odio puro por presenciar su humillación, y él me ignoraría como si yo fuera un mueble. Y sí, efectivamente, eso ocurrió… con una pequeña diferencia.

Ella salió corriendo en dirección contraria. Él no. Él decidió pasar justo por mi lado.

Al principio lo noté por su estatura: alto, delgado pero atlético, con esa piel dorada que parecía brillar incluso bajo la luz gris del edificio. Luego, por sus ojos. Oscuros, intensos, como si fueran capaces de leer todo lo que yo no decía. Park Jimin.

Lo reconocí al instante. Todos lo conocían. Popular, rico, atractivo. Todo lo que yo no era, condensado en un solo ser humano.

Me miró directamente. Y entendí, con un escalofrío, que había visto más de lo que quería mostrar.

—Oh, no te había visto por aquí —dijo él, con esa sonrisa ladeada que parecía ensayada frente al espejo.

Alcé una ceja de forma burlesca. Claro que me había visto. Lo sabía mejor que nadie.

—¿Has visto todo? —preguntó.

—¿Perdón? —atiné a decir, torpe. Mi boca quería hablar más, pero las palabras se enredaron. —Supongo que si digo que no, sabrás que estoy mintiendo, ¿verdad?

Él sonrió, como si hubiera ganado un juego que solo él entendía.

—¿Por qué no estás en la cafetería? Pareces una asocial.

¿Perdón? ¿En serio? Solté una risa seca.

—¿Asocial? Supongo que los pijos como tú suelen atacar cuando alguien está vulnerable.

—¿Ves muchos doramas? —bufó, divertido.

No pude evitar fruncir el ceño. ¿Qué rayos le pasaba a este tipo? ¿No entendía que yo estaba en el lugar equivocado, en el momento equivocado?

Él bajó la mirada a mi comida y, para mi sorpresa, soltó una risa amarga.

—Supongo que las crías como tú solo pueden espiar para ser populares.




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