El precio de Encajar

Capítulo 2

«No sé hacia dónde vamos; lo que sí sé es que quiero ir contigo.»

—Heliana

Sonaba ridículo en mi cabeza como si fuera una frase sacada de una película barata, pero no pude evitar que me atravesara la pequeña verdad: gracias a él podría comer bien unos cuantos días. Y eso, en mi lista de prioridades, pesa más que mil metáforas románticas.

Esperé en la fila de la cafetería con la paz mental de quien sabe que hoy por fin alguien más pagará por ella. No era que me hiciera ilusión que Park Jimin fuera un santo—ya me había demostrado lo contrario—pero aceptar un almuerzo caliente no es traicionar principios; es supervivencia con etiqueta de papel. Sonreí como una tonta cuando la señora detrás del mostrador me entregó la bandeja: arroz humeante, pechuga jugosa, ensalada tímida y un jugo que no parecía de concentrado. Caminé rápido hacia la mesa del fondo, la más apartada; la que fingía intimidad pero tenía demasiadas ventanas al juicio público.

Alexander me saludó con esa sonrisa suya que siempre prometía tranquilidad. Él era, sin duda, el único amigo verdadero que tenía en el instituto. Si la vida fuera justa, tendría una playlist dedicada a Alexander. Sentí alivio de verlo; era como un pequeño puerto cuando todo lo demás eran olas.

—¿Quién te invitó? —preguntó, con los ojos brillando.

—Nadie —mentí, porque explicar que me habían "pagado el silencio" no era una versión que quedara bien en las mesas del comedor. Entre dientes añadí: —Solo conseguí buena suerte hoy, eso es todo.

Alexander estaba acompañado: un amigo nuevo que sonreía con demasiada facilidad y una chica que le guiñó el ojo con picardía. Me dio vergüenza sospechar que me habían visto comer; la idea de alguien observándome en mi acto más humano (tragar) me hacía sentir expuesta. Pero cuando sonrió, esa sonrisa suya pequeña y honesta, se me ablandó el pecho.

—¿Aún tienes hambre? —me preguntó, casi inocente.

Negué con la cabeza, pero el bostezo me traicionó. La falta de sueño y la jornada de medio tiempo dejaban su factura en forma de párpados pesados. Alexander notó mi cara de cansancio y su expresión cambió; cuando él no comía bien, algo en casa iba mal. Siempre me preocupó que mi única debilidad fuese importar demasiado por quien me importaba.

En ese segundo algo frenó el aire: Park Jimin apareció. No venía solo. Lo hacía con esa confianza que no es más que un abrigo bien planchado de cultura y dinero. A su lado, una chica pegajosa que lo sujetaba del brazo con posesiva seguridad. Mi estómago dio un salto y supe que el buen rato había terminado.

—¿De qué hablan? —preguntó un chico pálido que pasó por detrás y me miró con esa indiferencia curiosa—. ¿Eres Alexander?

Me sonreí; lo reconocí. Era ese tipo que a simple vista parecía un copo de nieve humano: piel clara, ojos tranquilos. En su voz había un deje de sarcasmo—o tal vez era mi paranoia.

La chica posesiva hizo ruido con sus amigas y propuso ir a la cancha. Alexander y sus compañeros se levantaron, y de golpe me quedé con la bandeja en la mano como una intrusa en la escena de un guion que no escribí. No estaba bien con ese papel secundario y ridículo; era la versión económica de un extra de telenovela: siempre ahí para que alguien más brille.

La verdad era cruda: mi invisibilidad había sido rota. Pasé a ser visible; un lugar en la lista de chismes. Y en la cafetería, ser visible conlleva un protocolo de perfumes, miradas y etiquetas que no están diseñadas para mí.

Devolví la bandeja con movimientos mecánicos y me quedé un instante mirando los platos alineados como un ejército de cerámica. “Tal vez en otro universo no sería así”, pensé, y me dio risa amarga. Sí, probablemente en otro universo tenía zapatos sin parches y un padre que me esperaba en la puerta con historias divertidas. Aquí, solo tenía las ganas—esas mismas que me empujaban a terminar el semestre sin errores y luego volver a los trabajos que me pagan en propinas y miradas cómplices.

Mientras recogía, sentí una mirada que me atravesaba. No era una mirada cualquiera: era la mirada que cree preguntas sin permiso. Park Jimin estaba a unos pasos, y su sonrisa—esa curva que encendía chispas en su entorno—me dio una sensación de alerta interna. La chica a su lado me miró con esa mezcla de curiosidad y amenaza. Algunas mujeres agredían con palabras; otras con miradas.

—¿Aún tienes hambre? —oyí que Alexander le decía a la chica que se alejaba; mi cerebro repitió la frase en eco. ¿Tú qué? pensé, mordiendo la lengua.

Dentro de mí, un nudo se hacía más fuerte. Me sentía pequeña, como si el mundo se hubiese encogido y yo no hubiese tenido tiempo de agrandar mis zapatillas para seguirlo. La cafetería era un microcosmos de jerarquías: había quienes pedían segundos sin que nadie pestañeara, y quienes tragaban con la angustia de ser juzgados por cada masticada.

Y entonces Park Jimin pasó a mi lado. No pudo evitar que mi respiración se hiciera más contenida. Era alto, su presencia ocupaba espacio con autoridad. Me cruzó una frase—que sonó a saludo o a afilada evaluación—y luego siguió su camino. Me dejó con la sensación de haber sido medida y encontrada insuficiente.

Me pregunté, de nuevo, qué hacía yo ahí. Para qué estudiaba, para qué madrugaba, para qué me había apuntado a la lista de “cosas que hacer antes de morir” en mi libreta, donde siempre tacho unas poquitas. La respuesta fue vacía: para sobrevivir. Para tragar. Para llegar a casa, donde la señora Marta me esperaba con su taza de té y el mundo, por un rato, era menos cruel.

Me fui del colegio con la misma mezcla de rabia y cansancio. Esa tarde, mientras caminaba hacia la parada del bus, intenté ordenar la escena en mi cabeza: Alexander feliz, la chica de ojos brillantes, Park Jimin distante. Todo se mezclaba y terminaba en la misma imagen: yo, comiendo apresurada, con la boca llena de comida caliente que sabía a salvación temporal. Y sin embargo, la comida junto al precio de ser el chisme del día me sabía a algo amargo.




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