«Cuando me advertían de las dos caras del amor nunca lo tomé muy en serio. Ahora doy fe de ello.»
—Heliana
Algunos nacen sabiendo exactamente dónde encajan. Yo no.
Mi madre fue demasiado joven cuando me tuvo. Mis abuelos, nobles como pocos, hicieron lo que pudieron: me criaron, me sostuvieron y hasta me hicieron creer que no faltaba nada. Ella, en cambio, se fue. Primero a estudiar lejos, luego a rehacer su vida. A veces volvía, cada vez menos, hasta que simplemente dejó de regresar.
Intenté buscarla. Mensajes, llamadas, excusas que jamás fueron respondidas. Y entonces entendí lo que nunca quise admitir: para algunos adultos abandonar es tan normal como respirar.
Cuando llegué a Corea del Sur, lo hice con la promesa de que las cosas serían distintas, que tal vez, solo tal vez, alguien volvería por mí. Pero las promesas se marchitan rápido cuando el teléfono deja de sonar.
El instituto me mostró lo que yo ya intuía: el dinero mueve el mundo y, si no tienes un lugar en tu casa, tampoco lo tendrás en la sociedad. Era más fácil aceptarlo que seguir luchando contra ello.
La soledad, al fin y al cabo, había estado conmigo desde el inicio. Tal vez ilusionarme con otra cosa fue el error más grande.
Estaba a punto de huir hacia mi escondite favorito, la biblioteca, cuando choqué contra un pecho sólido. Alcé la vista de golpe.
—¿Por qué siempre huyes? —preguntó una voz masculina.
Me quedé muda.
—Ven —añadió el chico con una sonrisa tan amplia que le revelaba los dientes como conejo—. Hoy nos examinas tú. Te darás cuenta de que no somos tan malos.
Era amigo de Alexander. Su mirada tenía algo diferente, algo genuino. Me descubrí asintiendo, como hipnotizada.
Por primera vez decidí no huir. Me senté con ellos, bajo la sombra de un árbol. Los vi hablar, reír, discutir sobre tonterías. Yo solo observaba. Me sentía fuera de lugar, pero al mismo tiempo, por unos minutos, fingí que pertenecía.
El celular vibró. Un mensaje nuevo.
Lo lamento, pero no podré ir a tu graduación. Edward consiguió un nuevo empleo y tenemos que mudarnos.
El corazón me cayó al estómago. Mi madre (o lo que quedaba de ella) otra vez tenía mejores prioridades. Abrí la conversación: decenas de mis mensajes sin respuesta, uno o dos suyos. Un desequilibrio tan doloroso como evidente.
—Jodida vida la mía —susurré.
No había terminado de guardar el teléfono cuando sentí una presencia detrás. Me giré y casi me caí del susto: Park Jimin estaba ahí, a unos centímetros, demasiado cerca para que fuera casualidad.
—Te daré 300.000 wons por semana si guardas mi secreto.
Lo miré, desconcertada.
—¿Ah?
Su sonrisa era arrogante, coqueta, y me atravesaba como un cuchillo envuelto en terciopelo.
—Lo escuchaste bien. 300.000 wons. Por semana. Solo asegúrate de no abrir la boca.
Me quedé en silencio. ¿Era una broma cruel? ¿O de verdad alguien podía soltar tanto dinero como si fuera cambio para un café?
Apreté los labios.
—¿Esto es un chiste?
—No bromeo con el dinero —respondió sin inmutarse—. Y espero que lo aceptes.
Mis pensamientos corrían en círculos: ¿confiar en él o no? ¿Era otra de sus pruebas retorcidas? ¿O simplemente estaba jugando conmigo? Al final, el miedo a mi futuro pesó más que el orgullo.
—Está bien —respiré hondo, obligándome a asentir—. Lo acepto.
—Después de todo —dijo con esa sonrisa que odiaba—, sí eres una sanguijuela.
Sus palabras me atravesaron como un balde de agua helada.
Y entonces lo vi. Detrás de él, uno de sus amigos: ese chico pálido que siempre parecía un copo de nieve humano. Me miraba con desprecio abierto, como si yo ya no fuera una persona sino una categoría: la pobre que se vendió.
Tragué saliva. No lloraría. No delante de ellos. Nunca les daría ese gusto.
El camino de regreso a casa esa tarde se me hizo eterno. La ciudad parecía más oscura de lo habitual, y no por falta de luz: era yo. Caminaba entre familias que reían juntas, parejas que compartían paraguas, niños que jalaban de las manos de sus padres. Yo los miraba de reojo y suspiraba. Alguna vez había deseado tener eso, pero ya había dejado de pedir milagros; no todos nacemos para ser escuchados.
Metí la mano en mi bolsillo y el tacto de los billetes me arrancó un suspiro. Estaba lleno. Al menos tenía la certeza de que esa semana comería bien. Pero el peso emocional… ese sí me aplastaba.
Pensé en los cuentos que me habían acompañado de niña, en esas historias donde siempre había un príncipe capaz de devolverte lo que la vida te había arrebatado. Pensé en Cenicienta, en ese zapato que encontraba el pie correcto. Y me reí sola, amarga. Disney era un mentiroso. Nos llenó la cabeza de promesas que nunca fueron para todos.
En el instituto descubrí desde el primer día cuál era mi lugar. Bastaba con una mirada a sus bolsos para saber que costaban más de lo que yo podía ahorrar en seis meses. Allí, los chicos de clase alta apostaban fajos de billetes como quien juega con caramelos.
En cambio, yo pertenecía al grupo silencioso, la clase obrera que solo intenta sobrevivir.
Al principio traté de aplicar “psicología positiva”: sonreír, adaptarme, decirme a mí misma que todo estaría bien. Pero ¿cómo mantener ese discurso cuando todos a tu alrededor respiran privilegio?
Ellos gastaban su mesada mensual en una sola fiesta. Sus padres eran políticos, empresarios, cantantes. Habían nacido entre lujos, con oportunidades que yo ni en sueños podía imaginar.
Algunos hasta pagaban a los más estudiosos para que les hicieran los trabajos. En su mundo, el dinero no solo movía cosas: movía personas.
Sus vidas románticas eran otro espectáculo. Se enamoraban y desenamoraban a la vista de todos, como si fueran protagonistas de una novela mexicana. Entre más cruel y arrogante era el chico, más atractivo resultaba.
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Editado: 25.09.2025