El precio de Encajar

Capítulo 4

«Amor: cuatro letras que marcan tu destino. Cuatro letras que te invitan a soñar. Cuatro letras que te dicen que estás vivo, aunque para muchos estés muerto.»
—Heliana

A veces pienso que el amor es como esas frases motivacionales que cuelgan en las paredes de las oficinas: grandes palabras que parecen decir algo, pero que en realidad se evaporan en el aire. Y aun así, aquí estaba yo, repitiéndola en mi cabeza como si fuera un mantra, intentando convencerme de que esas cuatro letras podían significar algo distinto a lo que siempre habían sido para mí: pérdida, rechazo, ausencia.

Sonreí con arrogancia al chico que tenía delante, porque ya me daba igual si me catalogaban como la rara, la antipática o la que no encajaba. Dar “buena imagen” nunca fue lo mío, ni siquiera cuando lo intenté en mis primeros días aquí. Muy pronto aprendí que esa era una guerra perdida.

Suspiré al ver a Alexander y a su inseparable amigo acercarse por el pasillo. Alexander irradiaba la calma que siempre parecía faltarme; su sonrisa era como una manta tibia en medio del invierno. Lo peor era que me gustaba demasiado sentir esa paz, pero sabía, con la misma claridad con la que sabía que el sol salía cada mañana, que yo no debía estar demasiado cerca de él. No porque no quisiera, sino porque nuestra amistad era como caminar sobre hielo delgado: cualquier movimiento en falso podría hundirnos a ambos.

No era ingenua. Entendía perfectamente cómo funcionaba la sociedad dentro del instituto: yo era “la extranjera pobre”, él “el hijo de familia acomodada”. Su madre ya me lo había dejado en claro más de una vez, de maneras tan sutiles como brutales: cada domingo organizaba asados y “casualmente” siempre invitaba a otras chicas, de las de su mismo círculo, justo cuando Alexander también me extendía la invitación. Como si necesitara recordarme que mi lugar no estaba en esa mesa.

Al principio me lo tomaba como algo casi cómico, pensando que todo era fruto de mi imaginación. Pero después de presenciar más de un desplante de esas chicas, y de ver la indiferencia de los adultos frente a sus actitudes, comprendí que no estaba loca: no era bienvenida allí. Alexander, con su nobleza natural, trataba de compensarlo sentándose a mi lado, apartándose un poco de las invitadas, incluso disculpándose como si la culpa fuera suya. Y yo, que lo quería demasiado como para seguir poniéndolo en esa posición, decidí dejar de asistir. Más valía proteger lo que teníamos a distancia, aunque eso significara dejar de comer bien los domingos.

Pensaba en todo esto mientras hacía cuentas mentales con las monedas que llevaba. Si estiraba un poco más el dinero, podía cubrir la renta y darme un gusto con un ramen instantáneo. No era la gloria, pero tampoco el infierno. A veces esas pequeñas victorias eran las que me daban la sensación de que todavía estaba a flote.

—Oca… esto me alcanza para terminar de pagar la renta y comprar algo de comida instantánea —murmuré para mí misma, casi sonriendo. Imaginé el vapor del tazón de ramen subiendo, calándome la piel, haciéndome sentir, aunque fuera por cinco minutos, en un lugar seguro.

—¿Con quién hablas?

El sobresalto me hizo brincar casi un metro. A mi lado estaba el amigo de Alexander, observándome con esa expresión entre traviesa y sincera que lo caracterizaba.

—Con nadie —respondí rápido, como si tuviera que justificar una travesura.

—¿Y si te digo que vivo por aquí? ¿Me creerías? —preguntó, ladeando la cabeza con esa sonrisa de conejo que parecía inmune a los desplantes de la vida.

Lo miré dudosa, pero luego él señaló una casa no muy lejos.

—Allí vive mi abuela. Vengo a visitarla de vez en cuando. Ella odia la casa de mis padres… bueno, eso dice. Yo creo que en realidad no le gusta que nadie la mande y prefiere hacer lo que le da la gana.

No pude evitar reírme. Su sinceridad era contagiosa. Esa mezcla de ternura y rebeldía en la historia de su abuela me recordó un poco a mí, aunque yo ni siquiera tenía el privilegio de elegir dónde vivir.

—Me doy por vencida con tu argumento —le dije entre risas, y por un momento olvidé que la risa era un lujo que casi nunca me permitía.

Seguimos caminando y, para mi sorpresa, él no se despidió al llegar a la esquina. Me acompañó hasta el pequeño supermercado, entró conmigo como si fuéramos amigos de toda la vida y se quedó a mi lado mientras yo escogía con cuidado dos paquetes de pasta y algo de salsa barata. Sabía que compartir significaba restarme una comida más tarde, pero no me importó. Había crecido con la frase: “Donde comen dos, comen tres”, y por una vez quise aplicarla sin sentirme culpable.

Salimos, busqué un rincón con una mesa de cemento y preparé improvisadamente un ramen con el agua caliente de mi termo. Él se inclinó exageradamente al recibir el plato.

—¡Gracias por la comida! —dijo con una reverencia torpe, haciéndome soltar otra carcajada.

Nos sentamos a comer y, por primera vez en mucho tiempo, la comida no supo a carencia, sino a compañía. Su presencia llenaba el silencio con pequeños chistes flojos, anécdotas familiares y un aire de normalidad que yo había olvidado. Era como si, por un rato, el mundo no estuviera dividido en “ricos” y “pobres”, sino en “gente que sabe acompañar” y “gente que no”.

Mientras comíamos, recordé las charlas con Alexander sobre aquel libro de la Ley de la Atracción. Yo siempre había pensado que eran tonterías de autoayuda barata, pero ahora, viendo la calidez de este momento, me pregunté si quizá había algo de cierto. ¿Y si mis pensamientos pesimistas eran los que me ataban a esta vida de miedo y resignación? ¿Y si podía empezar a cambiar la manera en que veía las cosas, aunque lo que me rodeara siguiera siendo el mismo caos?

No tenía las respuestas, y la sola idea de intentarlo me daba pánico. Pero esa semilla ya estaba plantada: ¿serían mis miedos tan grandes como parecían, o era yo quien les daba ese poder?




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