El precio de Encajar

Capítulo 5

«Algunas personas aman el poder y otras tienen el poder de amar.»
—Heliana

La vida, a veces, te da una tregua con olor a sopa casera. La mía llegó en forma de visita: mi mamita —mi abuela— y mi papito —mi abuelo— sentados en mi diminuto comedor como si ese espacio hubiera sido diseñado para ellos desde siempre. Bastó abrazarla para que todas las preguntas que había guardado como cuchillos se volvieran cucharas. Tenía una lista entera para interrogarla (sobre mi madre, sobre su silencio, sobre por qué me dolía más la ausencia que la pobreza), pero se me desarmó en cuanto sentí su calor. A veces la felicidad no responde preguntas: las desactiva.

Claro que la realidad sigue siendo la misma cuando termina el abrazo. En otra mitad de mí, la frase maldita tenía domicilio permanente: mi madre me odia. Quizá “odiar” no sea la palabra exacta, pero el rechazo tiene sus propias declinaciones y todas duelen. No quise tocar ese tema con mi abuela; no aquella noche. No quería pinchar el globo justo cuando, por fin, parecía que algo se inclinaba a mi favor.

Entre ese alivio prestado y el cansancio, me debatí varios días con otra mini guerra: ir o no ir a la fiesta de Alexander. Él había insistido con su amabilidad de siempre, esa que no empuja, invita. Y yo, que me prometí estar a su lado en lo que pudiera, afiné el mismo argumento para convencerme: ¿qué puede salir mal? (Anótese: cada vez que pienso eso, la vida me cobra multa.)

La señora Marta me prestó una plancha de hace mil años y un vestido negro “de boda” que una vecina le había dejado olvidado. No era glamuroso, pero tenía mangas (agradecida) y una caída digna (milagro). Me alisé el cabello lo justo y me prometí a mí misma tres reglas para sobrevivir la noche: 1) no pelear con nadie que viva del apellido; 2) sonreír en los momentos en que la educación se vuelve armadura; 3) ir con orgullo, aunque los zapatos chillaran “barato” en cada paso. Mi abuelo, desde mi cama improvisada en la sala, me dio el veredicto de experto: “Estás lindísima”. Punto.

El taxi me dejó dos calles antes de la casa de Alexander, porque la fila de autos era una procesión de marcas que jamás pronunciaría sin trabarme. Caminé el resto con los zapatos en línea recta y el corazón en zigzag. La entrada era todo lo que uno espera de las entradas: luces cálidas, gente con vasos altos, cómodos en su propio lenguaje. Me alisé el vestido y toqué timbre.

Me abrió la madre de Alexander. No necesito describir su cara; la conoces: esa mezcla de sorpresa entrenada y desagrado envuelto en buenas maneras. El tipo de mirada que te mide el vestido antes de saludar. Con su voz de anfitriona profesional dijo: “¡Qué linda llegada tan… puntual!”. Traducción simultánea: no eras mi primera opción. Le respondí con una sonrisa que aprendí en el espejo: la de “no me quiebro aquí”. Pasé al hall.

La casa de Alexander era amplia sin pedir disculpas. Todo bien acomodado, olor a flores legítimas (nada de aromatizantes con ilusión de jardín). Yo miré al techo un segundo para no mirar a nadie. Entonces la vi: la biblioteca. Parecía una escena de dorama alto presupuesto. Era un salón entero con estantes hasta el techo, escalerita móvil, lomo de libros de todas las edades. Si el paraíso tiene olor, para mí ese sería. Alexander no es muy fan de leer (prefiere las consolas), pero incluso él se veía más guapo en ese marco.

Me encontró antes de que yo pudiera esconderme. Sonrió como siempre, genuino, alivio instantáneo. “Llegaste”, dijo, como si ese verbo no estuviera cargado de pequeñas batallas. Le tendí su regalo: un cuadro mío, pequeño, de esos que pinto por las noches cuando el ruido del mundo se apaga por lástima. Lo abrió ahí mismo. Vi el destello de gusto real. “Me encanta”, dijo, y fue suficiente. El resto de la sala podía caerse: esa sí era mi pequeña victoria.

Todo iba bien hasta que la realidad cumplió su misión. A un lado, su madre presentó a dos chicas “encantadoras” de su círculo, y Alexander, por pura educación, giró hacia ellas. Yo me quedé cerca, pero en sombra. No porque él me dejara, sino porque en ese mundo hay una coreografía que uno aprende a la fuerza: quién va al centro, quién sostiene el vaso, quién ocupa la esquina.

Busqué aire en el jardín. Había un rincón con arbustos altos y una vista limpia del cielo. Me quité los zapatos para sentir el pasto (ritual de supervivencia) y en mi cabeza empezó a sonar un vals que aprendí de niña en YouTube, torpe y lindo. Me dejé llevar por esa melodía mínima, como si un caballero invisible me invitara. Avancé dos pasos, retrocedí uno, di una vuelta chiquita sin marearme. Por un segundo, la escena fue mía: yo, jabón de estrellas y un baile inventado.

—Vaya —alguien carraspeó—. No sabía que también bailabas mal.

El vals se cortó como hilo tenso. Me giré. Park Jimin. Impecable, seguro, con esa manera suya de ocupar el espacio que hace que incluso los arbustos se alineen. A su lado, su inseparable amigo pálido —mi apodo mental para él: copo de nieve— con su gesto permanente de desdén. Los dos eran una postal de prepóster: arrogancia con iluminación buena.

—¿…Qué? —se me escapó, tonta, con la boca en forma de pez fuera del agua.

—Dije —repitió con parsimonia— que bailas mal. —Y sonrió esa sonrisa de cuchillo envuelto en terciopelo—. Supongo que hay cosas que no se pueden comprar ni fingir.

Me forcé a respirar. Regla 1: no pelear. No pelear. No pelear.

—No vine a competir —contesté—. Vine a acompañar a mi amigo.

Jimin me midió con los ojos como si fuera un problema de examen. No estaba actuando el novio falso. No estaba en modo “con reglas”. Estaba en modo honesto-cruel. Ese que te recuerda por qué acep— no, por qué te conviene tener reglas.

—La sinceridad te queda bien —dijo—. La arrogancia desafinada, no tanto. —Pausa breve—. No entiendo por qué Alexander te invitó. No encajas aquí. No es personal, es… evidente.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.