El precio de Encajar

Capítulo 9

«El sarcasmo es la forma más elegante de decir lo que piensas sin que te arresten.»
—Heliana

El lunes me recibió con su habitual golpe bajo: despertador que sonaba como sirena de ambulancia y la señora Marta gritando desde la cocina que el café se estaba “ahogando”. Mi vida romántica brillaba por su ausencia, pero al menos tenía cafeína.

Salí del apartamento con la chaqueta medio abrochada y la regla mental número veintiuno: si el día promete caos, ríete primero.

No fallé en mi predicción: en la entrada del instituto ya me estaban esperando los rumores. Dos chicas pegadas a la reja me escanearon de pies a cabeza como si estuvieran haciendo inventario de una tienda barata. Una susurró algo sobre “la novia secreta de Park Jimin” y la otra se rió como si le hubieran contado el mejor chiste del año.

—Buenos días a ti también, National Geographic —les solté, sonriendo con dulzura venenosa.
La cara que pusieron valió la pena.

Caminé al pasillo como quien atraviesa un campo minado: con paso firme, pero deseando que no explotara ninguna mina de sarcasmo en mi contra. Mala suerte, porque al doblar la esquina apareció Jimin, puntual como la desgracia.

No me saludó con palabras; me lanzó esa media sonrisa suya que a medio instituto lo derretía. A mí, en cambio, me provocaba alergia.

—Llegas temprano —comentó.
—Sí, quería tener el privilegio de ser diseccionada por todo el instituto antes de la primera clase —repliqué, ajustando la correa de la mochila.
—Lo estás manejando bien.
—¿Ah, sí? ¿Desde cuándo ignorar a los buitres se considera manejo profesional?

Él soltó una risa breve. Yo fingí que no me gustaba el sonido, pero lo guardé mentalmente como quien guarda un postre en la nevera para más tarde.

Entramos al salón. Alexander estaba ya en su pupitre, jugando con el celular. Me sonrió y me saludó con la mano. Yo correspondí; él era la única pieza de normalidad en medio del circo. Jimin, en cambio, decidió sentarse justo detrás de mí. Supongo que el universo disfruta poniéndome a prueba.

—¿Sabías que tu pelo huele a café? —murmuró él, inclinándose apenas.
—¿Sabías que tus comentarios suenan a acoso si no se especifica el contexto? —le respondí sin girar la cabeza.

Escuché su carcajada. Una parte de mí quería voltear y decirle que parara, la otra… bueno, la otra disfrutaba el juego.

La profesora de biología entró con sus diapositivas de siempre, pero mi mente estaba ocupada en sobrevivir al “ataque Jimin”. Él decidió que mi espalda era el blanco perfecto para sus notas de papel. La primera decía: Relájate. No todos te odian. La segunda: Algunos solo quieren verte comer sin parecer pájaro hambriento. Y la tercera, que casi me arranca una risa: Si suspiras una vez más, te cobro entrada.

Le contesté en el mismo papel: Si sigues hablando de mi respiración, te denuncio al Ministerio de Salud. Se lo lancé de vuelta. Él lo leyó y, en lugar de ofenderse, dibujó una carita sonriente.

No era justo. Uno intenta odiarlo y él insiste en ser adorable de la manera más irritante posible.

En el receso, Sana se pegó a mi lado como escolta oficial.
—Princesa, hoy estás en modo heroína romántica, pero con cara de querer asesinar a alguien.
—¿Y qué quieres que haga? —resoplé—. ¿Le sonrío a los rumores?
—No, pero puedes usar tu arma secreta.
—¿Cuál?
—El sarcasmo, querida. Es tu superpoder. Úsalo con Jimin hasta que se enamore sin darse cuenta.

Yo la miré como si acabara de recomendarme un tutorial de YouTube para volar. Sana, sin embargo, estaba convencida.

En la cafetería, Jimin me interceptó con dos bandejas de comida.
—Aquí tienes. —Me puso una enfrente con más cosas de las que yo podía pagar en una semana.
—¿Qué parte de no soy un proyecto de caridad no entiendes?
—La parte en la que tú crees que comer sola es un acto heroico. —Se sentó frente a mí, ignorando las miradas que nos llovían.

No pude evitar sonreír, aunque lo disimulé con un mordisco a la empanada. Él me observó como si estuviera viendo un documental sobre fauna exótica.

—¿Qué? —le solté con la boca llena.
—Nada. Solo pensaba que si los rumores fueran comida, ya estarías obesa.
—¿Y tú? Si la arrogancia fuera dieta, estarías esquelético.

Nos quedamos mirándonos, mitad desafiantes, mitad divertidos. Alexander pasó detrás de nosotros en ese momento y levantó las cejas como diciendo: “esto parece coqueteo disfrazado”. Fingí que no entendí, pero Sana sí lo captó porque soltó una risa escandalosa desde otra mesa.

Para colmo, el día decidió regalarme una sorpresa final: en la clase de música, mientras afinaban los instrumentos, apareció un chico desconocido con gorra negra y mirada intensa. Varias chicas susurraron su nombre: Jungkook.

—¿Y ese quién es? —pregunté, bajito.
—Nuevo —respondió Jimin, con un tono extraño—. Canta. Muy bien.
—Genial, otra estrella que me eclipsa.
—No. —Jimin clavó sus ojos en mí—. A ti no te eclipsa nadie.

Lo dijo tan serio que olvidé respirar. Me recompuse rápido.
—Deja de decir cosas bonitas. Me confunden.
—No son bonitas, son verdaderas.

Tragué saliva y decidí mirar al piano en vez de a él.

Apunté en mi libreta al final del día:
Regla 22: si Jimin se pone serio, huye.
Regla 23: el sarcasmo es mi chaleco antibalas, pero no protege del todo cuando él sonríe.

El día siguiente empezó con una amenaza: prueba sorpresa de matemáticas. Sana me escribió “F” en la palma de la mano como si pudiera exorcizar el desastre. Yo le dibujé un corazón torcido. Ella me respondió con una calcomanía de gato ninja. Amistades funcionales: cero cursilería, cien por ciento utilería emocional.

En el pasillo, Jimin me interceptó con su acostumbrada eficiencia. Tenía ese aire de “no he dormido, pero igual brillo”. Levantó dos dedos sin saludo previo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.