No sé en qué momento Alexander empezó a parecerme un descanso, y no un lugar. Antes lo sentía como puerto; hoy, como silla plástica donde te sientas un segundo porque estás cansada, no porque quieras quedarte. Llegó con su sonrisa de siempre, esa que es tibia sin ser empalagosa, y me saludó con una palmada corta en el hombro, como si el día pudiera arreglarse con un gesto que no pide nada a cambio.
—¿Dormiste? —preguntó, y su voz sonó a pan recién hecho.
No iba a decirle que dormí como si estuviera en una caja con piedras, así que asentí. Él igual me leyó las ojeras y no insistió. Alexander es bueno leyendo silencios; por eso a veces me asusta. La gente que te entiende sin que hables también puede abrirte puertas que no estás lista para cruzar.
En la cafetería, la fila serpenteaba como una culebra con pereza. Los de adelante reían demasiado fuerte; debían estar practicando para una serie donde todos se quieren. Alexander me hizo un gesto con la cabeza para que me quedara detrás de él; guardó mi puesto cuando una pareja intentó colarse con la excusa de “solo es para llevar”. No discutió. Solo los miró y, sin mala cara, les recordó que había una fila. Se apartaron, y yo pensé que a veces la gentileza es un cuchillo con filo invisible.
—Te guardé una silla —dijo cuando por fin tuvimos las bandejas—. La de la esquina, ¿sí? Donde no te vean tanto.
No me gusta que me lean tan fácil, pero agradecí. La mesa de la esquina ya me conocía: ese borde con pintura levantada que engancha la manga; esa luz que pega de costado y te obliga a entornar los ojos; ese rumor constante de conversaciones ajenas que parecen olas chiquitas rompiendo en la orilla.
Nos sentamos. Alexander empujó hacia mí su vaso como quien ofrece parte de un escudo.
—Prueba, no está tan dulce.
Bebí un sorbo. No estaba tan dulce. Era un punto intermedio decente, como todo en Alexander. Si él fuera una nota musical, sería un do que nunca desafina. Mi bandeja humaba con modestia: arroz que sí conocía la sal, un pedazo de pollo que no parecía mendigo, ensalada que intentaba ser alegre con dos rodajas de tomate que habían visto tiempos mejores. Mi estómago aplaudió en sordina.
—Hoy hay ensayo —anunció, acomodando sus cubiertos como si fueran líneas de una partitura—. Me dijeron que faltan manos para montar las luces y que Jungkook quiere probar un corte nuevo en el puente. Si quieres, te espero para ir.
Lo miré. Todos los ensayos parecían apuntar a lo mismo: yo tocando cuando no hay nadie, otros preparando cosas de verdad. Alexander, sosteniendo el mundo con paciencia. La palabra “esperar” se me clavó como un alfiler en la nuca. Que alguien quiera esperarte es hermoso; que tú no sepas hacia dónde vas, no tanto.
—Tal vez suba a la azotea primero —murmuré—. Necesito… aire.
—Te acompaño —dijo al instante, como si acompañar fuese su segundo nombre.
Negué. No quería que me viera con el piano en la cabeza y las tripas enredadas.
—Voy sola. Bajo luego.
Alexander bajó la mirada un segundo, apretó los labios como si fuera a discutir y, en cambio, sonrió.
—Está bien. Te guardo sitio en el ensayo. Si no vienes, me enfado —bromeó, pero su broma tenía hilo de verdad.
Comí. Él me contaba cosas pequeñas: que había podido arreglar el cable que a veces nos da corriente; que la señora de la librería le había fiado un cuaderno; que un niño de primero se había perdido y él lo encontró detrás de las plantas falsificadas de la entrada, dormido como un gato. Me reí. Con Alexander, la vida siempre encuentra una forma menos cruel de contarse.
—Tú también me cuentas algo —pidió, al final.
Tenía mil cosas para decir y ninguna para mostrar. Podría haberle hablado de los rumores sobre mi madre, del papel que guardo en el bolsillo como si fuese dinamita, de la sensación de que mis pies pisan una cuerda floja en vez del piso. En cambio, dije:
—Hoy no quiero pelearme con nadie.
—Entonces no lo hagas —respondió, simple—. No le debes combates a todo el mundo.
Su simpleza me pinchó. Yo vivía organizada en duelos: con el hambre, con el bus, con las miradas, conmigo. Alexander me proponía una tregua que me parecía un idioma extranjero.
Lo vi apartar una piel de pollo con delicadeza excesiva, como si allí hubiera un problema resoluble. Y me di cuenta de que con él no tendría que aprender nada nuevo para ser querida. Bastaría con no romper nada, con no alzar la voz, con repartir risas cada tanto. Un amor sin examen. Sonaba tentador, pero algo en mí pedía otra cosa, algo más peligroso, más afilado, más difícil de aprobar.
—¿Heliana? —me llamó, porque me quedé mirando la ventana como si diera películas.
—Sí.
—¿Todo bien?
—Sí —mentí con suavidad—. Solo… pensando cómo voy a subir a la azotea sin que el viento me robe la dignidad.
—Te presto mi chaqueta —ofreció, ya sacándosela.
Le toqué el antebrazo para detenerlo.
—No hace falta. Pero gracias.
Alexander asintió, guardó la chaqueta y empezó a recoger su bandeja. La suya estaba más ordenada que la mía; siempre deja los cubiertos alineados, el vaso con el pico hacia donde estaba sentado, la servilleta doblada en dos. Yo, en cambio, vivo con lados sin emparejar.
—Te espero abajo —repitió, antes de irse—. Si tardas, toco la alarma de incendios.
—No te atrevas —sonreí.
Se fue. Lo seguí con la mirada. Caminó entre las mesas con esa forma suya de no chocar con nadie, como si siempre supiera dónde termina su cuerpo y dónde empieza el ajeno. Me quedé un momento más, bebiendo del vaso que me dejó “para probar” aunque ya lo había probado, pensando que Alexander es el tipo de persona que te hace la vida más fácil. Y justo por eso me daba miedo quererlo: yo no vine a este mundo a tenerlo fácil.
Me levanté con la bandeja y vi mi reflejo en el metal curvado del contenedor de platos: una cara que no decide si pelear o esconderse, un mechón que parece tener su propia agenda y unos ojos que han aprendido a mirar primero el suelo para no tropezar con nadie. Puse la bandeja, salí por la puerta lateral y respiré el pasillo como quien sale del agua.
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Editado: 25.09.2025