El rumor se había vuelto un animal invisible que me respiraba en la nuca. Desde el mismo momento en que crucé la reja del instituto, sentí el cambio en el aire: no era la brisa normal de la mañana ni el murmullo de pasos cansados. Era un zumbido distinto, hecho de risas mal disimuladas y frases cortadas a la mitad cuando yo pasaba. Esa era la textura del rumor: áspera, pegajosa, como una tela húmeda que se pega a la piel sin que puedas quitártela.
Al principio intenté convencerme de que no era conmigo. No todo gira a tu alrededor, Heliana, me repetí. Pero bastó con cruzar el patio y escuchar la primera frase clara para entenderlo:
—Dicen que la mamá se metió con un hombre casado.
La voz venía de un grupo de tres chicas sentadas en la banca bajo el árbol de caucho. No dijeron mi nombre, pero no hacía falta. Sus ojos me señalaron con precisión quirúrgica, como flechas invisibles que se clavan sin permiso. Sentí el estómago contraerse, una punzada que me obligó a apretar la correa de la mochila en el hombro derecho. Maldito hábito: ya era automático llevarla de ese lado, como si de verdad me sostuviera.
Seguí caminando, fingiendo que no había escuchado. La estrategia de invisibilidad nunca me había servido del todo, pero era lo único que conocía. Mantener la frente en alto, los pasos firmes, como si no me importara. Aunque cada palabra me raspaba por dentro como vidrio molido.
En el pasillo del bloque B, Sana apareció corriendo para alcanzarme. Sus zapatillas rechinaban contra el piso encerado y su voz cargaba esa alarma que usaba cuando algo estaba a punto de explotar.
—Heli, no les prestes atención…
—Ya sé —la interrumpí, antes de que soltara el discurso de siempre.
—No, en serio, hay gente repitiendo cosas feas. Mejor ignóralos.
Me detuve un segundo y la miré. Sus ojos estaban llenos de preocupación, de esas ganas genuinas de proteger que a veces se sienten como otro peso.
—¿Cómo se ignora un cuchillo cuando lo tienes en la espalda? —pregunté, con un tono más duro del que quería.
Sana se mordió el labio, bajó la mirada y no insistió. Su silencio fue suficiente respuesta.
Avancé unos pasos y choqué con Alexander. Él traía la chaqueta colgada del brazo, el cabello un poco despeinado y la expresión de alguien que había escuchado demasiado. Me miró con ese gesto que mezcla cuidado y frustración: quería protegerme, pero sabía que no lo iba a dejar. No dijo nada, solo inclinó la cabeza en un saludo corto. Su silencio me dolió más que los cuchicheos: si él también había oído, entonces ya era oficial.
Entré al salón con la frente alta, aunque por dentro me temblaban las piernas. El murmullo se apagó apenas crucé la puerta, como si alguien hubiera bajado el volumen de golpe. Todos fingieron mirar sus cuadernos, sus celulares, cualquier cosa que no fueran mis ojos. Esa sincronía forzada era peor que la burla abierta. Me senté en la mesa del fondo, saqué el cuaderno y lo abrí con brusquedad, como si el sonido de las hojas pudiera funcionar como escudo.
El profesor entró, arrastrando la voz con desgano. Empezó a hablar de estructuras narrativas, de cómo un texto debía sostenerse en introducción, desarrollo y conclusión, pero las palabras rebotaban lejos, sin anclarse en mi cabeza. Lo único que escuchaba eran los ecos del patio: la mamá… casado… arruinó la vida… de tal palo, tal astilla.
Sentí la garganta cerrarse. Escribir era mi única manera de simular normalidad. Empecé a llenar la hoja con frases torcidas, garabatos que parecían más un corazón acelerado que apuntes.
Entonces, un golpe seco me sacó del trance. Jimin había dejado caer su lapicero sobre la mesa con fuerza calculada. El ruido fue un trueno que quebró el silencio del salón. Todas las miradas giraron hacia él.
Jimin no habló de inmediato. Se tomó unos segundos, lo justo para tensar el aire como si fuera cuerda de violín a punto de romperse. Luego levantó la vista y soltó su sentencia:
—La gente tiene pésima memoria. Les encanta repetir lo que creen que saben, pero nunca revisan de dónde lo sacaron.
El murmullo se evaporó. Nadie respiró. Hasta el profesor titubeó con la tiza en la mano.
—El problema de un rumor no es si es falso o verdadero —continuó, con la misma calma filosa—. El problema es que siempre dice más del que lo cuenta que de la persona de la que hablan.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, densas como humo. Nadie se atrevió a reír. Nadie se atrevió a replicar. Yo me quedé inmóvil, con las manos apretando el cuaderno. Sentía que Jimin había puesto un reflector sobre mí, pero no para exhibirme sino para cubrirme. No era defensa cariñosa; era sentencia con filo, la clase de sentencia que calla a todos porque no deja margen de duda.
El profesor carraspeó y retomó la explicación, fingiendo que nada había pasado. Pero el ambiente ya no era el mismo. Los cuchicheos murieron, al menos por ese momento.
Cuando sonó el timbre, recogí mis cosas con rapidez. Alexander me alcanzó en la puerta y me susurró al oído:
—No escuches.
—Ya lo escuché todo —respondí, con un nudo en la garganta.
Seguí de largo antes de que pudiera decir más. No quería su compasión.
Jimin caminaba unos pasos más adelante, con la misma calma de siempre. No lo alcancé. No quise. Porque sabía que si lo hacía, me diría otra verdad que todavía no estaba lista para tragar: que no era él quien me protegía, sino la imagen que proyectaba cuando estaba bajo su sombra.
En el patio, el aire olía a sol y cemento. Me senté en la banca más alejada, dejé caer la mochila a un lado y cerré los ojos. El rumor seguía ahí, vivo, esperando otra oportunidad para morderme. Pero por primera vez, en medio de ese ruido, tuve la certeza incómoda de que no estaba sola en el campo de batalla.
El almuerzo se convirtió en un campo minado. Sabía que, apenas entrara a la cafetería, los cuchicheos volverían a subir como moscas atraídas por el azúcar. Pero no podía huir: las reglas de Jimin eran claras, y una de ellas exigía que yo almorzara en público, que me sentara en esa mesa del fondo aunque me tragara la incomodidad. “La visibilidad es tu única defensa”, había dicho él con esa crueldad que siempre sonaba a verdad.
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Editado: 25.09.2025