El precio de Encajar

Capítulo 12

Dormí poco y mal, con la garganta áspera de haber llorado sin ruido y los ojos pesados como si me colgaran dos monedas de cobre de cada párpado. Aun así, me levanté antes de la alarma. El cuarto estaba frío, la ventana empañada, y la blusa de manga tres cuartos colgada en la puerta parecía una bandera de un país pequeño al que solo yo juraba lealtad. Me vestí despacio, doblé el cuaderno de la “lista” en el bolsillo derecho y me até el cabello en una coleta limpia que no dejara mechones rebeldes. No era vanidad: era logística. En el espejo, mi cara parecía una página reescrita encima de otra. Apreté los labios y bajé.

Mi madre no estaba. En la mesa, un plato con pan y una nota con letra apurada: “no vuelvas a hacerme pasar vergüenzas”. Ese verbo —volver— era una piedra. Me tragué el pan sin ganas, guardé la nota entre las páginas del cuaderno (no para conservarla, sino para recordarme que no quería repetirla) y salí.

El camino al instituto olía a humedad y gasolina. En la portería, el celador me saludó con un gesto de cabeza. Por un segundo, temí otra ráfaga de cuchicheos. No llegó. El rumor ahora caminaba con pies de lana; su filo seguía ahí, pero lo sentía más lejos, como si hubiera dado un paso hacia atrás ante la cámara y el piano. No me engañé: los monstruos retroceden para tomar impulso. Apreté el ritmo y fui al salón de ensayo, antes de hora, como si ese “antes” me sostuviera.

Jimin ya estaba ahí. No miraba el celular; estaba de pie en medio del salón, con un papel en la mano, como un director que reparte destinos en lugar de partituras. Cuando entré, alcé la barbilla por instinto. Él no sonrió ni frunció el ceño. Asintió apenas, una marca mínima de reconocimiento.

—Desde hoy, dos frentes —dijo, sin preámbulo—. Técnica dura y código.

—¿Código? —repetí, y la palabra me supo a metal.

—Cómo entrar y salir de una sala. Cómo sostener la mirada tres segundos sin parecer un reto ni una súplica. Cómo hablar cuando alguien te interrumpe sin perder el hilo ni la dignidad. Cómo agradecer sin ponerte pequeña. Cómo decir “no” con educación suficiente como para cerrar la puerta desde dentro.

Me quedé quieta, con el estómago apretado. Eso no era música. Era otro idioma.

—¿Y para qué…?

—Porque no basta con tocar bien si, cuando levantas las manos del teclado, te deshaces en silencio —cortó—. Porque el mundo que te juzga usa cubiertos y vocabularios que no son los tuyos. Y si quieres sobrevivir ahí, tienes que aprenderlos sin dejar de ser tú. ¿Entiendes?

No asentí. Sostuve su mirada los tres segundos que acababa de mencionar, y en el tercero algo me encajó por dentro, como una bisagra bien puesta.

—Entiendo —dije.

—Bien. Empezamos.

Me hizo caminar del umbral al piano y del piano al umbral una docena de veces. “No apures el último paso; el apuro pide perdón. Entra completa, no solo con la cabeza. La espalda no es cartel publicitario, es columna.” A la quinta, dejé de pensar en mis pies. A la octava, mis hombros bajaron sin que yo se los rogará. A la doce, respiraba hondo al llegar y hondo al irme. No sabía que caminar podía ser un oficio.

—Ahora, voz —ordenó.

—No sé… —empecé.

—Lee —me tendió un texto cualquiera, ni siquiera una partitura: un fragmento de ensayo sobre la importancia de los silencios—. Tres velocidades: normal, lento sin aburrir, firme sin gritar. Y si te interrumpo, mantén el hilo y vuelve.

Leí. Mi voz tropezaba en la primera línea; me ahogué en una coma, pedí agua con los ojos. Jimin no movió un músculo. Seguí. En la segunda velocidad, el aire se me hizo estrecho, pero avancé. En la tercera, creí que iba a tronar. Él me interrumpió dos veces: una con un golpecito de uñas sobre la mesa, otra preguntando “¿eso qué implica?”. Volví al punto sin perder la frase, y cuando terminé, mis manos temblaban como después de un solo difícil.

—Otra vez —pidió, y no sonó a tortura. Sonó a martillo.

Leí de nuevo. Esta vez sentí dónde abría la boca, dónde sostenía el final, dónde no necesitaba pedir permiso para el punto. Al acabar, él inclinó la cabeza lo justo.

—Eso. Tu voz no es una disculpa.

Me ardieron los ojos sin permiso. No lloré. Tragué.

—¿Qué más? —pregunté, con una mezcla extraña de cansancio y hambre.

—Manos —dijo—. Entre pieza y pieza, no te limpies el sudor en la falda; usa el pañuelo. Y cuando alguien te hable desde el lado equivocado, gira con el cuerpo, no solo con el cuello. El respeto también se enseña con la postura.

Me mostró un pañuelo blanco doblado. Lo tomé como si tuviera orillas cortantes. Practicamos esa tontería diez minutos: manos, pañuelo, giro. Diez minutos que fueron un mundo.

—Y ahora, música —por fin.

Toqué. Mi cuerpo estaba extrañamente dispuesto: como si todo el aprendizaje de la puerta, la voz, el pañuelo se hubiera acomodado bajo mis costillas. El primer compás salió limpio; la izquierda no se cayó en el doce; la respiración me marcó una línea interior que no dependía del reloj. Al terminar, me quedé con la punta de los dedos sobre el marfil, sintiendo aún la vibración, como si el sonido se hubiese mudado al pecho.

—Otra vez —dijo Jimin. Repetí. Señaló una corrección mínima en el ataque de la nota más alta y luego retrocedió hasta la pared, como si necesitara ver desde lejos. Cuando apagué la última nota, se acercó solo para decir: —Bien. De nuevo.

No había aplausos ni gestos. Había trabajo. Y era raro, pero ese trabajo, así de seco, me calmaba.

El timbre interrumpió. Bajé de golpe a la tierra.

—Cafetería —recordó—. Mesa del fondo. Masticar sin prisa. Ojos arriba cuando terminas.

—Sí —dije, como quien recibe una contraseña.

En el pasillo, Alexander me salió al encuentro con su fidelidad quieta. Traía dos vasos de jugo con hielo y una sonrisa que no exigía nada.

—¿Entrenamiento olímpico hoy? Te vi caminar como si midieras centímetros.

Reí.

—Algo así.

—Te guardé silla —señaló la esquina. Había puesto sobre el respaldo la chaqueta, como si fuera una reserva en un restaurante con demasiado mundo.




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