El precio de Encajar

Capítulo 13

El lunes después de la “puerta con público real” no trajo fanfarrias ni carteles con mi nombre; trajo un silencio distinto. En la portería ya no me clavaban los ojos como dagas ni como compasión: me miraban como si el pasillo me perteneciera un poco, como si la baldosa hubiera aprendido a decir mi apellido sin arrastrarlo. El rumor no murió; se quedó sin gasolina. Los que antes repetían cosas de mi madre y después inventaron focos enamorados, ahora practicaban un nuevo guion: “se cree seria”, “mucha disciplina”, “demasiada postura”. Descubrí que también critican cuando no les das nada que repetir.

El metrónomo de pulsera latía suave en cuarenta y seis. No lo necesitaba siempre, pero su vibración discreta me recordaba el lujo de respirar a tiempo. Sana me interceptó cerca del bloque C con una hebilla diferente —un pequeño triángulo dorado— y un vaso de avena que se notaba batido por manos apuradas.

—Esto sabe a cinco horas de sueño —dijo, bostezando—, pero levanta muertos.

—Yo ya resucité el sábado —respondí, y su risa me abrigó un segundo.

Alexander llegó con esa manera suya de ocupar poco espacio y sostener mucho. En la mano traía una carpeta de papel madera —otra— y un alfiler de cabeza perlada que parecía una joya humilde.

—Por si la falda se rebela —explicó, orgulloso de su kit de supervivencia—. Y un sobre para tus papeles serios. Los de gafas hablan bonito, pero el papel manda.

—Hoy no firmo nada —dije, y ni siquiera tuve que mirar a Jimin para confirmarlo.

—Hoy no —repitió Alexander, aprendiendo la lengua de mis reglas.

Entré al salón de ensayo como quien cruza un umbral conocido. Jimin ya estaba allí, con la manga arremangada, revisando una lista que no era de melodías sino de tiempos. Su cabeza giró apenas cuando me vio; esa inclinación mínima de barbilla valía más que cien “hola”. No preguntó por mi madre ni por los chicos de la cartelera. No le hacen falta chismes para saber qué pasó. Se paró detrás del piano como un arquitecto que comprueba si la pared aguanta la próxima planta.

—Nuevo frente —anunció—: consistencia. Lo de ayer no sirve si mañana eres otra.

—¿Otra peor o otra mejor? —quise jugar.

—Otro ruido —zanjó.

Me hizo repetir la entrada, la salida, la respiración, la voz que dice “hoy vine a tocar”, por si alguien costeño y simpático cree que preguntar por la madre es siempre gracioso. Cuando abrí la partitura, en vez de lanzarme a la pieza de siempre, me detuvo con un dedo en el aire:

—No hoy. Hoy vas a pelear con tu mano izquierda sin esconderla debajo de la derecha.

La instrucción me sonó como una metáfora que no necesitaba explicación. En el compás doce, donde a veces el miedo se mete con zapatos sucios, sostuve pensando en la mano que mi madre no me dio cuando más la necesitaba. No lloré. El metrónomo vibró en la muñeca y yo me quedé en el puente justo, la nota exacta. Jimin no dijo “bien”. Dijo:

—Otra.

Hicimos otra. Y otra. En la tercera, retiró el metrónomo con un gesto tan leve que apenas sentí la piel libre. La cuarta la crucé sola. El silencio se volvió un aliado que no pide atención.

En media hora llegó Jungkook, con hojas engrapadas y esa risa tímida que se le escapa cuando algo por fin suena como quiere. Detrás, el director, sofocado, y dos personas desconocidas: un hombre con bufanda a pesar del calor y una mujer con cuaderno de tapas duras, cabello recogido en un moño que pedía exactitud.

—Heliana —dijo el director—, te presento a la profesora Rivas, del conservatorio municipal. Y al señor Del Valle, que maneja la programación de la sala chica del teatro. Quieren escucharte para una sesión de puertas abiertas. Pequeño público. Gente que sabe. Sin prensa. Sin gaitas.

Mi corazón se arremolinó en el pecho y luego cayó al lugar correcto. La profesora Rivas no sonreía; tampoco fruncía el ceño. Observaba como quien pesa fruta en la mano. Del Valle asentía con la cabeza antes de escuchar, hábito profesional de quien está acostumbrado a decir “sí” a casi todo.

—Dos piezas —dijo la profesora, sin rodeos—. Una tuya y una del repertorio. Y luego me dices por qué elegiste así.

Miré a Jimin. No me miró. Me dejó pararme sola en el centro. Elegí mi pieza en voz baja: esa melodía que había ido naciendo entre azotea, rumor y anclas. Y Beethoven, no porque sea seguro, sino porque es una verdad con la que nadie discute sin quedar en ridículo. Toqué primero la mía, no por ego, por estrategia: abrir con lo que me sostiene cuando la sala no se calla. Ataqué sin pedir permiso; el compás doce obedeció; la izquierda, digna. Cuando terminé, el aire quedó en pausa.

—Otra —pidió la profesora, sin elogio ni látigo.

Beethoven entró como entra el agua de un grifo bien instalado: limpia, con fuerza. No hice grandilocuencia; hice justo. En el segundo movimiento, donde la tentación de exprimir el pedal aparece como lengua fácil, me acordé del “no acaricies el error” y mantuve los dedos claros. Del Valle sonrió por primera vez con honestidad. La profesora Rivas cerró el cuaderno, un “clic” milimétrico que yo ya empezaba a entender.

—El jueves a las seis —dictaminó—. Trae tu pieza y el repertorio. Sin discurso. Si te preguntan por tu madre, dices que hoy viniste a tocar. Si te preguntan por focos, dices que te iluminen el compás doce.

Asentí. Quise agradecer a Jimin con la mirada, pero estaba componiendo su neutralidad perfecta detrás de las luces. Yo ya sabía leer ese código: estaba satisfecho y no iba a regalarme un “bien” porque el jueves también existe.

A la salida, el rumor estrenó sombrero: “Ahora se cree del conservatorio”, “la invitan porque está de moda”. Repetí mentalmente: pintura, bisagra, piso frío. No me detuve. Alexander bajó la escalera a mi lado como quien acompaña a una paciente que ya camina sin muletas. Sana me envió por mensaje un sticker de una puerta abierta con una estrellita. El cuerpo me pidió el piano de la azotea; la vida me pidió clase de historia.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.