El precio de Encajar

Capítulo 14

El lunes comenzó distinto. No era solo el inicio de semana; era el arranque de las “puertas abiertas” que Rivas había anunciado. Tres presentaciones en sala chica, sin prensa, sin trampa de focos, pero con público real. Una prueba más dura que cualquier concurso. El compromiso era sencillo en palabras y enorme en consecuencias: puntualidad, exactitud, resistencia. Me levanté antes de que sonara la alarma, con la sensación de que el aire mismo me pasaba lista.

Planifiqué el uniforme con una calma que antes no me pertenecía: blusa blanca sin manchas, falda negra que obedecía al cuerpo, medias lisas y el pañuelo blanco en el bolsillo derecho. El cuaderno, ya forrado con el plástico de Alexander, descansaba en la mesa como un soldado al que se le confía misión. La pulsera-metrónomo se quedó quieta en el cajón: el tempo debía estar en mí, no en una máquina.

Bajé a la cocina. La señora Marta me dejó café con arepa y un comentario sobrio:

—Se le ve la cara de que va a misa.

—Es casi lo mismo —contesté, sonriendo—. Solo que el dios hoy es el piano.

Ella rió. Era una risa sin juicio, de esas que alivian la mañana.

En el instituto, el rumor ya había madrugado. El tablón digital mostraba una frase ambigua: “El que se cree exacto pronto se rompe.” Firmado por alguien que usaba un pseudónimo ridículo, pero con la clara intención de apuntar hacia mí. No me detuve a leer respuestas. Recordé lo aprendido: las críticas con nombre merecen silla; las anónimas se dejan de pie. Caminé recta hacia el salón de ensayo.

Alexander me interceptó en el pasillo con una bolsa en la mano. Dentro había dos manzanas y una botella de agua.

—Para después —dijo, con esa sencillez que no necesita adornos—. Vi que ayer no comiste nada en la tarde.

Lo abracé breve, sin teatro. Ese gesto suyo —cuidar lo que parece mínimo— se volvía imprescindible.

Rivas nos reunió en la sala de ensayo para repetir instrucciones. Su voz cortaba el aire como un cuchillo limpio:

—Nadie llega tarde. Nadie improvisa. No me importa si hay diez personas o cincuenta. Ustedes se presentan como si fuera Carnegie Hall.

Del Valle agregó con tono seco:

—Y recuerden: ni selfies, ni escenas de agradecimiento. Puerta abierta no es espectáculo. Es oficio.

Asentí con la cabeza como quien firma contrato.

La primera tarde, antes de la presentación, Jimin apareció en la azotea. No traía lista ni hoja doblada. Solo se apoyó en el marco de la puerta y me observó mientras repasaba un compás difícil.

—Hoy no vengas a gustar —dijo—. Ven a demostrar que no pides perdón.

—¿Y si me equivoco? —pregunté, casi provocando.

—Te equivocas claro. No hay peor vergüenza que el error tímido.

Me mordí el labio. Su forma de enseñar siempre era filo envuelto en verdad. Quise agradecerle, pero recordé sus reglas: no me agradezcas, llega a tiempo.

A las seis en punto entramos en la sala chica. El público no era numeroso, pero suficiente: padres, estudiantes curiosos, un par de profesores y la mujer de ojos claros con su abrigo azul. En la cuarta fila, mi madre, con ese gesto de dueña de escena que nunca abandona. Me limité a mirarla de reojo y a clavar la vista en el piano.

El primer acorde resonó limpio. La sala devolvió una atención que no regalaba, exigía. En el puente largo respiré con calma y sentí cómo el aire se ordenaba alrededor de mí. En el tramo final, las manos obedecieron sin pedir disculpas. Terminé y no sonreí; hice la reverencia justa, tomé el pañuelo y salí con la dignidad de quien sabe que el trabajo habló.

Los aplausos fueron medidos, algunos sinceros, otros educados. No importó. Lo que importó fue que no me tembló la respiración.

En el pasillo, la madre se acercó. No venía con gritos ni perfume agresivo, sino con esa sonrisa venenosa que aprendí a reconocer.

—Te ves bien —dijo, como quien lanza un anzuelo.

—Gracias —respondí, con veinte segundos exactos.

—Pero no olvides que sin mí no estarías aquí.

Respiré hondo.

—Tienes razón. Y por eso lo cuido.

Se quedó callada. Fue la primera vez que una respuesta mía no buscaba pelea, sino cierre.

Más tarde, Alexander me alcanzó en la esquina del teatro. Tenía la caja de las almohadillas para zapatos y una linterna pequeña.

—Para cuando vuelvas tarde —explicó—. La calle se pone oscura.

Lo abracé otra vez, breve. Su cuidado era luz en lo cotidiano.

Esa noche, en mi cuarto, encendí la lámpara fija y abrí el cuaderno. Escribí con letra clara:

“Día 17. Puertas abiertas: primera cumplida. Crítica anónima: de pie. Madre: sonrisa venenosa. Alexander: luz práctica. Rivas: oficio, no espectáculo. Jimin: error claro, no tímido. Yo: no gustar, demostrar.”

Cerré el cuaderno con la certeza de que el camino ya no era un rumor ni una promesa: era trabajo. Y me dormí con la frase de Jimin clavada en la mente: “No hay peor vergüenza que el error tímido.”

El martes amaneció con una claridad rara, de esas que parecen preludio de tormenta. El aire estaba pesado, pero la luz entraba limpia por la ventana del cuarto. Me vestí sin prisa, cuidando cada pliegue de la blusa. No era vanidad: era disciplina. Sabía que la segunda presentación de las puertas abiertas era aún más difícil que la primera. No se trataba de impresionar por novedad; se trataba de sostener la constancia.

En la cocina, la señora Marta dejó chocolate caliente sobre la mesa y un comentario breve:

—Hoy no tiemble, que la exactitud también se bebe.

Reí. Tomé el chocolate con ambas manos, como si fuera ensayo de calma.

En el instituto, la rutina me recibió con su mezcla de ruido y cuchicheos. El tablón digital amaneció en silencio, pero los pasillos no: escuché un par de voces detrás de mí, demasiado bajas para ser enfrentadas, lo suficientemente claras para entender la intención:

—Seguro alguien le está pagando todo.
—Sí, con esa cara de “soy exacta”, fijo la sostienen.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.