El precio de Encajar

Capítulo 15

El lunes amaneció con una claridad engañosa. No había puertas abiertas ese día, ni público esperando en la sala chica, ni aplausos pendientes. Aun así, me levanté con la misma tensión en los músculos, como si el aire me hubiera pasado lista en la madrugada. Rivas lo había dejado claro: las tres primeras presentaciones no eran la meta, eran apenas la introducción. “La constancia se mide en meses, no en semanas.” Esa frase me golpeaba en la cabeza cada vez que me ponía de pie frente al espejo.

Me vestí como si fuera a tocar: blusa blanca, falda negra, medias lisas, pañuelo en el bolsillo derecho. No había escenario hoy, pero el uniforme era parte de mi disciplina. Los guantes de lana que Alexander me regaló estaban en la mochila; me había acostumbrado a llevarlos como amuleto. El cuaderno, con el forro plástico, descansaba abierto sobre la mesa, esperando nuevas palabras. La pulsera-metrónomo seguía en el cajón, inútil ya: el tempo estaba en mí.

Bajé a la cocina. La señora Marta había dejado avena caliente y un pan fresco.
—Se le ve otra cara —comentó, sirviendo el tazón—. Ya no camina como quien pide permiso. Camina como quien sabe adónde va.

—¿Y eso es bueno? —pregunté, sonriendo.

—Es necesario —dijo ella.

Comí en silencio, con la sensación de que sus palabras eran tan importantes como las correcciones de Rivas.

El camino al instituto fue distinto. La gente me miraba de otra forma: no con burla abierta, sino con expectación. El tablón digital amaneció vacío. Ni críticas, ni frases anónimas, ni metáforas envenenadas. Ese silencio me dio más desconfianza que cualquier rumor. Sabía que estaban esperando: querían ver si podía sostenerme sin la adrenalina del público.

En el pasillo, escuché un murmullo:
—Seguro ya se cree que es alguien.
—Sí, esos que empiezan bien y después se caen.

No volteé. No valía la pena. La crítica sin nombre no merecía silla.

En el salón de ensayo, Jimin estaba de pie junto al piano. No llevaba papel ni lista. Me observó un momento, con los brazos cruzados y el rostro más cansado que de costumbre.
—Hoy no practiques notas —dijo—. Practica memoria.

—¿Memoria de qué? —pregunté.

—De ti misma antes de tocar. Eso es lo que se olvida primero.

Me senté frente al piano. Cerré los ojos. Recordé la primera vez que me temblaron las manos con la moneda en el empeine, los posts anónimos en el tablón, la sonrisa venenosa de mi madre en la primera fila, el aplauso contenido de la mujer de ojos claros, los guantes de Alexander, el silencio de la azotea. Toqué despacio, sin pensar en la perfección. Toqué como quien repasa la propia historia.

Cuando terminé, Jimin asintió apenas.
—Eso ya no suena a ensayo. Eso suena a memoria.

Quise agradecerle, pero me mordí la lengua. “No me agradezcas, llega a tiempo”, me repetí.

El resto del día se sintió extraño. En clases, los profesores me miraban con curiosidad. La profesora de literatura me pidió que leyera en voz alta un fragmento de un ensayo; cuando terminé, dijo:
—El ritmo también se escucha en la voz. No olvides eso.

Lo anoté mentalmente. Todo era ritmo: la escritura, la respiración, incluso las discusiones con mi madre.

Por la tarde, Alexander me esperaba afuera con una lámpara portátil.
—Para que no te quedes a oscuras si se va la luz en la azotea —explicó.

Reí. Ese cuidado suyo, tan práctico, era un salvavidas.
—¿Piensas en todo?

—Pienso en lo que tú olvidas.

Lo abracé breve, sin palabras. Su ternura silenciosa era el contrapeso perfecto a la dureza de Jimin.

En casa, mi madre me esperaba en la sala. No tenía perfume ni sonrisa fingida.
—Si sigues así, te van a ver de verdad —dijo, como si fuera una amenaza.

—Eso quiero —respondí.

Se quedó callada. No supo qué hacer con esa respuesta. Se encerró en su cuarto, dejando tras de sí un silencio menos venenoso que de costumbre.

Esa noche, subí a la azotea con la lámpara de Alexander encendida. El piano brillaba bajo la luz artificial. Toqué despacio, sin prisa, como quien prueba la claridad del aire. En medio de una nota grave, escuché pasos. Era Jimin. Se sentó en el banco, a mi lado, y me observó sin hablar durante un rato.

—Hoy recordaste —dijo al fin—. Eso se oyó.

—¿Y mañana? —pregunté.

—Mañana no recuerdes. Mañana proyecta.

Su mirada era dura, pero detrás había algo nuevo. Una grieta. Una cercanía que no se nombraba, pero se sentía.

En el cuaderno escribí con letra clara:
“Día 23. Silencio en el tablón. Expectación en pasillos. Jimin: memoria = música. Profesora de literatura: ritmo en la voz. Alexander: lámpara portátil. Madre: amenaza disfrazada. Yo: exactitud con memoria.”

Cerré el cuaderno. Me dormí con la certeza de que el verdadero desafío ya no era tocar frente al público, sino sostenerme entre memoria y futuro. Y en el fondo, aunque no lo dijera en voz alta, supe que Jimin no era solo disciplina: era brújula. Y que esa brújula, por dura que fuera, ya empezaba a marcar también el mapa de mis sentimientos.

El martes amaneció más pesado que el lunes. El cielo estaba nublado, con un aire denso que olía a humedad y gasolina. Me levanté sin ganas, pero con la disciplina ya tatuada en los músculos. Me puse la blusa blanca, la falda negra y guardé el pañuelo en el bolsillo derecho. Los guantes de lana de Alexander estaban en la mochila, junto a la lámpara portátil. El cuaderno seguía en la mesa, abierto en la última página escrita. Lo hojeé un momento antes de salir y repetí en voz baja la última frase que había anotado: “Exactitud con memoria.”

En la cocina, la señora Marta me sirvió chocolate caliente y pan fresco.
—Hoy la memoria ya no sirve —dijo, como si hubiera leído mis pensamientos—. Hoy necesita mirar adelante.

Asentí. Era como si todo el mundo hablara el mismo idioma nuevo que había aprendido con Jimin: memoria, proyección, exactitud.




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