El precio de Encajar

Capítulo 16

Heliana

Desperté con la sensación tonta de que el techo respiraba conmigo. No eran las paredes, ni el ventilador haciendo su concierto de grillos eléctricos; era yo. Por primera vez en semanas, no me levanté para revisar el tablón digital ni para adivinar qué versión deformada de mí habían publicado. Me quedé mirando el techo, contando las grietas como si fueran compases. Uno-dos-tres-cuatro. Y en el “cuatro” respiré hondo, como antes de atacar el primer acorde.

La nota de mi madre seguía clavada entre las páginas de la lista. Había pensado romperla y hacer confeti, pero algo en mí necesitaba verla de nuevo: “no vuelvas a hacerme pasar vergüenzas”. La doblé con delicadeza quirúrgica y, en vez de ocultarla, la puse adentro del bolsillo más visible del cuaderno, como quien mete una astilla en un relicario para no olvidarse de dónde salió la herida.

Me recogí el pelo. Apreté la coleta como si amarrara un pensamiento escurridizo. La blusa blanca, la falda negra, medias lisas. No había concierto esa mañana, pero yo funciono mejor cuando mi ropa dice “ensayo general”. El pañuelo en el bolsillo derecho, por si el mundo tose. Revisé la mochila: cuaderno, lápices, agua, los guantes de lana que me regaló Alexander, un chicle que sobrevivió a tres lavadas y una pulsera que ya no necesitaba metrónomo porque el tempo estaba adentro.

Bajé a la cocina. La señora Marta —que ha visto más generaciones que el ficus del patio— dejó la avena en la mesa y levantó una ceja que sabe más que cualquier algoritmo.

—Se le ven los hombros más arriba hoy —dijo, como quien comenta el clima pero en idioma de abuelas—. Ya no camina con “permiso”, camina con “permanezco”.

—¿Y eso es bueno? —Pregunté, fingiendo que a mí también me salían sentencias así de la manga.

—Es necesario —sentenció, y se dio media vuelta como si acabara de desplazar una torre en un tablero invisible.

La escuela olía a borradores viejos y ambición fresca. En el pasillo, dos murmullos hicieron su ronda habitual.

—Seguro ya se cree alguien…

—Sí, esos que empiezan bien y después se caen…

No volteé. El rumor tiene una forma elegante de pedir que lo alimentes. Hoy estaba a dieta.

El tablón digital amaneció sin sangre. Ni fotos, ni frases rebuscadas, ni la poética barata con la que me habían bautizado “herencia vergonzosa”. El vacío daba más miedo que un insulto. Como cuando el público se calla tanto que te escuchas pensar. Mis manos hicieron lo que hacen cuando se me enredan los nervios: buscaron el borde del cuaderno. Ahí estaba la nota de mi madre mirándome como un espejo que no me perdona.

—No lo borres —susurró la voz en mi cabeza. La voz de él.

Levanté la vista y lo vi. Jimin no estaba apoyado en ninguna pared ni hacía poses de comercial. Solo estaba. Quieto, como un faro plantado en mitad del pasillo, viendo mi bolsillo con la precisión de un francotirador.

—¿Dormiste? —preguntó, como si esa fuera la pregunta más importante del día.

—Uno-dos-tres-cuatro —respondí.

—Eso no es “sí”.

—Eso es “conté compases hasta que el sueño ganó”.

—Mentirosa —dijo, y la comisura de su boca hizo ese gesto raro de sonrisa con orgullo y fastidio a la vez—. Ven.

No me tocó. Solo caminó. Y yo, que juré mil veces que nadie me arrastraría a ningún sitio, fui. Qué vergüenza admitir que a veces también quiero que alguien me diga “ven” y que ese alguien sea él. Pero bueno: hoy iba a decir verdades, aunque fueran pequeñas y con azúcar encima.

La azotea tenía ese frío que no pide permiso. Jimin había movido el piano un poco más a la sombra. Decía que los teclados también se cansan del sol. Se acercó, apoyó una mano en la tapa y me miró el bolsillo otra vez.

—¿La trajiste?

Saqué la nota de mi madre como quien saca un insecto de un vaso: con asco y cuidado. Se la enseñé. No me la quitó. No la tocó. Hizo algo peor: la leyó despacio, como si cada palabra tuviera que justificar su existencia.

—Bien —dijo al final.

—¿Bien qué? —Me crispé—. ¿Bien que me digan vergüenza?

—Bien que la tengas aquí —señaló el cuaderno—. Te la pongo donde duele para que dejes de anestesiarte con chistes malos.

—Mis chistes son excelentes —refuté, por deporte.

—Tus chistes son defensa personal con brillantina —replicó, y se cruzó de brazos con esa certeza que me desquicia—. Hoy vas a tocar con esto encima.

—¿Encima del piano? —alcé una ceja—. ¿A modo de partitura? ¿O colgada de mi frente para armonizar con el aura?

—Encima del corazón —dijo, serio.

Silencio. Un pájaro hizo su editorial en el cable. Yo respiré uno-dos-tres-cuatro, sentí cómo me temblaba la mandíbula, abrí el cuaderno. No para escribir. Para poner la nota justo donde él dijo. No tengo idea de si la anatomía está en lo correcto, pero la dejé arriba a la izquierda. Quedó torcita. Me pareció justo.

—¿Lista? —preguntó.

—No —contesté, y me senté igual.

Las primeras notas salieron como quien camina con agujas en los talones. Me obligué a mirar el papel doblado por el rabillo del ojo, a no odiarlo, a dejar que lo que me incendiaba se volviera sonido. Jimin no dijo nada. Yo sí dije muchas cosas, pero con los dedos. Hubo un punto en el que me acordé del rumor, del “herencia vergonzosa” y de cómo las letras grandes se me metían hasta el esófago. Y entonces algo hizo “clic”. No fue bonito ni cinematográfico. Fue como apretar una tuerca que alguien dejó floja. El ritmo cambió. Dejé de tocar para callar cosas y empecé a tocar para nombrarlas y dejarlas en su sitio, como quien ordena un cajón sin tirar nada, solo acomodando. Sentí el cuerpo pesado y liviano a la vez, como después de llorar.

—Eso ya no suena a ensayo —dijo Jimin, cuando terminé—. Eso suena a memoria.

—Repites tus líneas —bufé, limpiándome una lágrima que no pienso admitir.

—Repite el que tiene razón —sonrió.

—Ay, qué humilde.

—Si quieres, pierdo —se encogió de hombros—. Pero sería mentira, y no vinimos aquí a mentir.




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