Heliana
Amanecí con los dedos que hormigueaban como si hubieran dormido al borde de un volcán. No dolían: estaban despiertos antes que yo. Supongo que eso les pasa a las manos cuando la cabeza decidió, por fin, dejar de esconderse. Saqué el cuaderno de debajo de la almohada y vi el dibujo del barquito que hice anoche. Tenía dos puntos diminutos que emergían como si fueran personas, una vela ridícula y una flecha escrita a un lado: “hacia donde haya viento, no hacia donde digan”. Me reí sola. Yo y mis metáforas con instrucciones.
La señora Marta golpeó la puerta con su código Morse de siempre: tres toquecitos, pausa, dos toquecitos. “Desayuno listo”. Abrí y el olor a pan caliente me sacó al pasillo como si tuviera nariz de dibujo animado flotando tras el rastro. En la mesa, chocolate, arepa y queso; un concierto completo de carbohidratos. La señora Marta me miró con el radar encendido.
—Hoy trae aire de concierto grande —dijo, sirviéndome.
—Hoy traigo aire de no esconderme —respondí, y no fue pose.
—Lo uno trae lo otro —dijo ella, que debería cobrar por frases.
Comí sin correr. No se trataba de llegar primero; se trataba de llegar distinta. Guardé el cuaderno, me até la coleta, metí los guantes de Alexander por costumbre —aunque no hacía frío— y salí con esa tranquilidad nerviosa que tienen los gatos cuando deciden cruzar la calle mirando a todos lados, pero cruzan.
El pasillo de la escuela parecía un aeropuerto sin vuelos: mucha gente con ganas de ir a algún lugar, nadie del todo seguro de a dónde. El tablón digital seguía vacío. Sana le había pegado su cartel minimalista (“Respirar también es un acto de valentía”) y ahora, alrededor, otros papeles aparecían como flores tímidas: poemas anónimos, dibujos, una lista improvisada de “cosas que sé hacer bien aunque me digan que no”. Me acerqué. Alguien había escrito: “Contar chistes malos cuando todo es serio”. Sonreí. Sana me clavó un marcador en la mano sin previo aviso.
—Firme aquí, señorita embajadora del sarcasmo —pidió, solemne—. Es para el archivo histórico de esta institución.
—¿Archivo histórico? —levanté una ceja.
—Bueno, mi cajón de recuerdos. Pero suena más importante si digo institución —guiñó.
Firmé. Escribí: “Tocar con las dos manos cuando una se quiere esconder”. Sana leyó, chasqueó la lengua como quien prueba una salsa y asiente.
—Picante equilibrado. Me sirve —dijo, y se alejó repartiendo otros marcadores como si fueran confeti.
Vi a Jimin a lo lejos, apoyado en la baranda del segundo piso, mirándome como si yo fuera un dato que nunca se deja archivar. Bajó por las escaleras sin apuro, con ese paso que no necesita aplausos. Lo esperé. No me lo confesé en voz alta, pero lo esperé.
—Ensayo a las cuatro —dijo, sin saludo. Sus saludos siempre suenan a calendario.
—A las cinco —contesté—. A las cuatro tengo que ir a decirle a Rivas que me deje el auditorio media hora el viernes.
—¿Auditorio? —una ceja arriba. Un gesto mínimo, una intriga.
—Quiero cerrar aquí dentro también. No solo en la azotea. —Le sostuve la mirada, y me sorprendí de no titubear—. Quiero que dure más que un rumor. Y aquí es donde los rumores desayunan.
Jimin no sonrió, pero le tembló un poquito el borde del gesto.
—Está bien. Yo consigo los micrófonos —dijo.
—¿Desde cuándo eres sonidista? —me burlé.
—Desde que decidí que el final no va a fallar por cable suelto —respondió, técnico y poético a la vez. Odio que logre esas mezclas con tan poco esfuerzo.
Alexander apareció con la puntualidad del que no interrumpe: esperando el paréntesis para entrar. Me mostró una bolsa de tela.
—Partituras en blanco y gomas —anunció—. Y… —sacó de una bolsa interna— cinta adhesiva con estampado de estrellitas. Para el toque dramático.
—Necesaria —dictaminé.
Jimin tomó la cinta, la giró entre los dedos y me la devolvió sin comentar. Pero en los ojos le leí un “sí”.
En literatura, el profesor decidió que era día de monólogos. La palabra monólogo siempre me pareció un animal raro: uno piensa que habla solo, pero en realidad está invitando fantasmas a la sala. Me tocó una escena donde una chica decía que no quería ser el espejo de nadie. Leí mirando por la ventana y, cuando terminé, sentí que todo el salón respiraba conmigo. El profe cerró el cuaderno con una palma suave.
—No lo leíste —dijo—. Lo dijiste. Y eso siempre pesa distinto.
En el recreo, Sana me arrastró a la cafetería como si el piso fuera una cinta de correr y ella el entrenador personal. Me sentó en el medio otra vez. Jimin cayó un minuto después, con su puntualidad de reloj que no marca horas sino impulsos. Dejó un paquete de galletas encima de la mesa.
—Para cuando te sature el azúcar del chocolate —dijo, serio.
—¿Estás abriendo una línea de suministros temáticos? —pregunté, mordiendo una sin permiso.
—Solo diversifico —respondió.
Alexander se sentó del otro lado y miró la escena como quien mira una obra de teatro que entiende desde el backstage. No habló mucho. A veces su silencio me hace más compañía que mil palabras. Sana, en cambio, hizo el balance inverso: habló por cuatro.
—Plan del viernes: auditorio, media hora, público mixto, cero drama extra, luz cálida, carteles sin nombres, música como idioma —enumeró en un solo aliento—. Y después… helado. Lo he decretado. Hay que sellar las victorias con helado o no valen.
—Me parece un decreto justo —aprobé.
—Yo invito —dijo Jimin, demasiado rápido.
—Yo lucho por pagar mi parte —contrapunteé.
—Yo llevo servilletas —ofreció Alexander, pacificador.
—Yo llevo mi boca —Sana levantó la mano—. Para comer, para gritar y para aplaudir.
—Necesitamos tus manos para aplaudir —la corregí.
—Mi boca aplaude más fuerte —dijo, y nos ganó por nocaut.
A las cuatro y cinco (porque las horas exactas me dan alergia), golpeé la puerta de la sala de música donde Rivas convertía adolescentes dispersos en orquesta con disciplina y paciencia. Asomé la cabeza. Él levantó un dedo, “espera”, terminando de corregir una postura de clarinete. Luego me señaló la silla.
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Editado: 27.09.2025