El precio de Encajar

Capítulo 18

Heliana

El lunes tuvo olor a inicio de temporada aunque nadie cambiara el calendario. No era un día cualquiera; era ese tipo de día que uno siente en el esternón, como si atrás del pecho se aflojara un nudo que llevaba meses haciendo escuela de marinería. Me levanté sin mirar el tablón digital. Sin revisar si el mundo tenía alguna opinión rentable sobre mí. Me miré en el espejo y, por un segundo, me descubrí rara: no estaba practicando la cara de “estoy bien”. Estaba… bien. Con defectos y remiendos visibles, pero bien.

La señora Marta me recibió con su editorial matutina, taza en mano, cucharita que marca compases y esa calma que desarma a cualquier apuro.

—Hoy llega con hombros de puerta abierta —dijo, sirviéndome chocolate.

—¿Eso existe? —pregunté, mordiendo la arepa como quien firma asistencia.

—Claro que existe —sonrió—. Son esos hombros que ya no se encogen por costumbre. Pasa cuando uno deja de pedir permiso para querer.

El “para querer” me rozó el cuello como corriente. ¿A quién? ¿A mí? ¿A mi música? ¿A él? A todo, sospecho. No respondí. No hacía falta. Agradecí en idioma de cucharita y salí.

En el camino al colegio, el aire estaba limpio, el cielo con ganas de prometer y la ciudad en ese ruido conocido que a veces funciona como abrazo. Crucé la reja y el pasillo me saludó con ese rumor nuevo —no de cuchicheos, sino de pasos que ya no buscan lastimar. En el tablón, el cartel de Sana seguía en su sitio, firme: “Respirar también es un acto de valentía”. Alrededor, dibujos, frases, pequeñas confesiones anónimas. Leí una que decía: “Hoy no puedo, y está bien”. Otra: “Soy buena escuchando”. Me detuve en una diminuta que casi se perdía: “Gracias por el hueco del compás 12”. Sentí que alguien que no conozco me estaba abrazando de lejos.

Sana apareció como si la invocara, con una carpeta tamaño universo y dos marcadores colgando como pendientes.

—¡Agenda! —anunció—. El mundo sin agenda se desordena.

—El mundo con tu agenda también —me reí.

—Primero: mañana reunión con Rivas para evaluar el auditorio del viernes y planear el “cierre formal”. Segundo: hoy ensayo a las cinco, capítulo “no nos hacemos los tontos”. Tercero: he diseñado una estrategia de helado posterior por si la jornada devora glucosa.

—Aprobado el helado —dictaminé—. ¿Y el punto “dejar de apuntarme con el marcador como si fueras inspectora del romance”?

—Ese no lo pienso aprobar —guiñó, feliz de sí misma.

Alexander llegó un instante después, como los pianíssimos: no se oye, se siente. Traía en la mano una bolsita con dos guantes nuevos, más delgados, azules.

—Para cuando haga calor y aún quieras el ritual —dijo, ofreciéndolos sin ceremonia.

—Eres ridículamente exacto, ¿lo sabías? —sonreí.

—Me dedico a eso —se encogió de hombros.

—Y yo me dedico a arruinarlo con intervenciones —entró Jimin, con su puntualidad de eclipse—. Ensayo a las cinco.

—Agenda aprobada —alcé mi marcador invisible.

La sincronía de mis tres satélites me hizo algo raro por dentro, mitad cosquilla, mitad agradecimiento.

A media mañana, literatura. El profe eligió monólogos de obras donde alguien se reconoce a sí mismo sin pedir permiso. Me tocó uno que hablaba de cortar círculos viciosos. Lo leí desde un lugar que no sabía que tenía, como si esa voz me hubiera estado esperando desde antes de saber hablar. Cuando terminé, hubo un silencio de esos que pesan bonito. El profesor acomodó sus lentes con el índice y, en lugar de comentario, dijo una sola línea:

—Cuando el cuerpo acompaña la frase, la frase se vuelve verdadera.

Anoté mentalmente. No solo para el escenario. Para todo.

El recreo fue coreografía de rutinas recién aprendidas. Sana habló por tres, Alexander sostuvo el aire con su quietud útil, y Jimin, que nunca “charla” porque desperdicia pocas palabras, dejó una galleta envuelta frente a mí como si fuera una contraseña.

—¿Qué es esto? —pregunté, examinándola como arqueóloga.

—Prueba de estrés —dijo.

—¿Con gluten?

—Con tu apellido —respondió sin pestañear.

—Ah, perfecto —me la guardé en el bolsillo—. Sirve para entrenar el músculo de no convertirme en lo que me definen.

—No entrenes sola —añadió—. A las cinco.

Estaba en personaje: escueto, medido, con esa ternura que nunca firma con tinta pero que los ojos no saben esconder.

La tarde me llevó a la azotea como quien vuelve al idioma materno. El piano estaba donde siempre y, al lado, el paquete de barquitos que aún resistían. Jimin ya había abierto la tapa y probado tres notas. Cuando me escuchó, marcó el compás con los nudillos. No un “hola”, un “aquí”.

—Hoy definimos estructura del final —dijo—. No quiero improvisar cuando el cuerpo tiemble.

—El cuerpo tiembla igual —me burlé—. El final no es un actor obediente.

—Entonces ensayamos el temblor —replicó, serio.

Saqué el cuaderno y tracé en la hoja seis bloques grandes. “Parte 1: puente sin disfraz. Parte 2: hueco que ventila. Parte 3: memoria. Parte 4: risa inevitable. Parte 5: confesión que no asusta. Parte 6: acorde hogar”.

—¿Confesión que no asusta? —repitió, leyendo sobre mi hombro.

—Sí —me ericé, pero fingí que era por el viento—. Si asusta, no sirve de cierre. Sirve para abrir otra guerra, y acá no vinimos a eso.

—Estoy de acuerdo —lo dijo con una calma que me reacomodó huesos que no sabía que estaban torcidos.

Nos sentamos. Toqué el “puente sin disfraz”. Suena a tontería, pero mi cuerpo entendió de inmediato: nada de florituras para esconder inseguridades; la melodía caminó desnuda, sin stomps de ego. Él acompañó con un patrón de nudillos que ya era nuestro: dos golpes, silencio, tres golpes. En el hueco del compás 12 me callé a propósito, alargué el aire medio segundo más, y sentí que el mundo caía en su sitio por simpatía.

—Bien —dijo—. Otra.

—Otra —repetí, y la segunda vez ese puente sonó menos inteligente y más verdadero.




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