El precio de Encajar

Capítulo 19

La heladería olía a infancia lavada con azúcar. El neón parpadeaba como si celebrara por su cuenta y las cucharitas de plástico hacían ese ruido tonto que mi cerebro decidió archivar como “sonido oficial de la calma”. Sana pidió una cosa que parecía galaxia comestible y Alexander, fiel a su religión personal, café. Jimin sostuvo mi mano sobre la mesa como si no supiera otra forma de estar y, por primera vez, no busqué mi sarcasmo como paraguas. Lo dejé a un lado, doblado, por si llovía más tarde.

—Repítelo —pidió, bajito.

—¿Qué? —hice la tonta.

—Lo de hace un rato.

—Que… —miré la cucharita, el helado, su cara— que estoy enamorada de ti.

Sana aplaudió con el vasito, derramó un cometa de crema morada sobre la mesa y casi nos bautiza. Alexander extendió una servilleta —cómo no— con la precisión de un paramédico de la vergüenza. Jimin no soltó mi mano. Solo hizo ese gesto mínimo con la comisura, el que me desarma la armadura y me deja en camisón de honestidad.

—Bien —dijo. Y en su diccionario, “bien” significa todo un himno.

—No seas miserable con las palabras —lo pinché—. Hoy puedes gastar vocabulario.

—Estoy… —buscó la palabra a propósito— feliz.

No lo dijo en mayúsculas. Lo dijo como se dice “hogar”. Me reí para no llorar. Funciona: la risa es un salvavidas con glitter.

—Mañana desayuno de celebración —decretó Sana—. Yo llevo arepas. Alexander trae café. Ustedes traen… —nos señaló con cuchara de galaxia— caras de boba y de serio contento.

—Acepto —dije.

—Acepto —dijo él.

Y por un segundo tuvimos cara de pacto civil ante notario de barrio.

Camino a casa, el aire decidió no hacernos broma. Ni viento dramático ni lluvia de videoclip: cielo tibio, postes encendidos, la ciudad en tono medio. Sana y Alexander nos dejaron en la esquina con promesas de memes al amanecer. Jimin y yo seguimos solos.

—¿Qué hacemos con la palabra “novios”? —pregunté, como quien ofrece un té.

—La usamos cuando nos haga bien —respondió—. No antes ni después.

—¿Y ahora?

—Ahora te acompaño a casa —dijo, y tomé eso como un sí con abrigo.

La vereda conocida parecía otra. No por magia, por foco: cuando uno decide mirar sin miedo, las baldosas dejan de ensuciarte el día. Llegamos a mi puerta. No hubo discursos. Sólo un silencio impecable, de esos que brillan.

—Gracias por quedarte —dije.

—Gracias por dejarme —respondió.

Nos quedamos un segundo más, con la vergüenza y la risa mirándose de reojo. Yo me trepé de puntas y apoyé la frente en su hombro. No fue beso. Fue “estoy aquí”, versión piel. Él bajó la cabeza y exhaló como si su cuerpo hubiera encontrado un sillón.

—Hasta mañana —me susurró.

—Hasta mañana —lo devolví.

Entré. El pasillo olía a sopa y jabón —mi dúo favorito. La señora Marta estaba doblando paños en la mesa como si preparara un escenario.

—¿Cómo le fue? —preguntó, con ese cine completo en la mirada.

—Con estreno —dije.

—Y cierre —completó, satisfecha—. Tiene cara de que no va a pelearse con la almohada hoy.

—No —admití—. Hoy la almohada y yo firmamos la paz.

Subí al cuarto. El cuaderno me esperó con el barquito dibujado del día anterior, mitad tierno, mitad ridículo. Escribí:

“Día 29: nombrarlo no lo gasta. Lo hace real.”

Debajo, dos iniciales más grandes que ayer. Y una flechita: “no venderse por rumor en tabloide escolar”. Me dio risa. Yo y mis cláusulas.

El sábado amaneció con barrio de feria: niños en bicicleta, perros con jersey, mamás negociando horarios con el sol. Sana cayó en la puerta de mi casa con una bandeja de arepas del tamaño de mis nervios y un termo con actitud presidencial.

—Desayuno oficial —anunció, entrando como si la hubieran invitado. Siempre está invitada.

Alexander llegó con un frasco de mermelada de mora (“hecha por mi tía, cuidado que vicia”). Jimin trajo pan. No pan cualquiera: pan calientito dentro de una bolsa de papel que sonaba a película. Nos sentamos los cuatro en la mesa como familia accidental. La señora Marta se sumó con su mirada de abuela adoptiva, cortó arepas, repartió café y, sin preguntar dudas existenciales, dejó caer sus sentencias suaves:

—Lo que se nombra se cuida. Y lo que se cuida, crece.

—Amén —dijo Sana, devorando media luna.

—Confirmo —aportó Alexander, con la boca llena, atentísimo a no manchar el mantel.

—Yo cocino —propuso Jimin, de pronto.

Todo el mundo lo miró.

—¿Tú? —pregunté, sin filtro.

—Sé hacer huevos —defendió su honor culinario.

—Eso no es cocinar. Eso es biología caliente —lo provoqué.

—Hoy es suficiente —contestó, prendiendo la estufa como si fuera un piano con llama.

Los huevos le salieron perfectamente imperfectos: uno serio, otro tímido, uno con reborde de comedia. Los servimos con arepa y mermelada de tía. Comimos. Reímos. Hicimos silencio cuando el cuerpo quiso agradecer.

—Necesito discurso —anunció Sana, alzando el tenedor como micrófono—. Corto, sin adjetivos innecesarios, con punchline. ¿Ofreces?

—No —dije—. Hoy no hay discurso. Hay sobremesa.

—Aplaudo —cedió.

Alexander nos regaló una de sus frases de colección:
—A veces el acto más valiente es quedarte cuando ya no te empujan.

Lo quise abrazar. No lo hice. Mi forma de abrazarlo fue guardarle la frase como si fuera mermelada en frasco limpio.

Después del desayuno, Jimin y yo caminamos al mercado. Sí, mercado. Un plan tan poco romántico que terminó siendo romántico. Elegimos frutas por color, no por receta. Jimin olía melones como si fueran partituras. Yo probé uvas “para investigación”. Compramos chocolate “por si acaso”. Hicimos lista mental de cosas insignificantes que nos gustan: él, las servilletas que suenan mucho; yo, los pasillos con luz de costado.

En la fila, un par de compañeros nos reconocieron. Una chica de primero dijo, con torpeza honesta: “¿Ustedes…?” No terminó. Me miró a mí, luego a él, luego a mi pulsera azul.




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