El precio de Encajar

Capítulo 20

La invitación salió de la boca de mi madre con la naturalidad con la que una ventana decide abrirse. No hubo redoble de tambores ni discursos. Sólo esa frase pequeña que, en mi historia, era una épica: “Si un día quieres invitarlo a cenar… puedes”. La escuché dos veces por si acaso. No era imaginación. Era permiso. Era puente.

Esa misma tarde, cuando salimos del colegio, caminé junto a Jimin hasta el poste de luz que ya adoptamos como “lugar donde los finales se vuelven costumbre”. Respiré uno-dos-tres-cuatro —no por nervios, por memoria— y solté:

—Mi mamá dijo que puedes venir a cenar.

Él no abrió los ojos de par en par. No hizo el show que mi cerebro cursi había ensayado. Sólo bajó la barbilla en un gesto mínimo, una sonrisa medio escondida.

—¿Hoy?

—Hoy.

—Llego con pan.

—No abuses del recurso —lo provoqué—. Últimamente solucionas todo con pan.

—El pan es diplomacia —dijo con tono de tratado internacional.

A las seis, el timbre sonó con la puntualidad de quien entiende que los ritos nuevos necesitan respeto. Yo había puesto la mesa como si fuera día de fiesta, pero fingiendo casualidad: mantel claro, los platos buenos —no los de “visita de compromiso”, los de “hoy quiero que todo salga amable”—, servilletas de tela (cortesía de la señora Marta, que aparece cuando una la necesita), y un florero ridículo con tres ramitas verdes que recogí del patio porque la belleza barata sostiene.

Abrí la puerta. Jimin tenía una bolsa de papel en la mano y algo más en la otra: una caja pequeña, rectangular, envuelta en papel kraft y cinta de estrellitas (sí, Sana había hecho escuela). No comentó. Me lo entregó sin ceremonia.

—Pan —dijo, levantando la bolsa.

—¿Y esto?

—Diplomacia plus.

—Miedo me da —fingí. Él me miró con esos ojos que a veces funcionan como antídoto contra todo y ya no pude hacer chistes.

La señora Marta apareció por el pasillo con su radar de abuela feliz.

—Buenas noches, mijo —lo saludó, como si ya lo hubiera bautizado—. ¿Lavaste las manos?

Jimin, que no se deja desarmar fácil, levantó las manos abiertas y sonrió.

—Sí, señora.

—Así me gusta. Pase con confianza, pero no con descaro —dictó, y nos dejó a los dos limpios de protocolo y tensión.

Mi madre estaba en la cocina, removiendo una olla de sopa. La vi dudar apenas un segundo —como quien teme que la palabra se le caiga— y luego girarse hacia la puerta con una sonrisa que no le conocía. No era sonrisa de teatro. Era de persona.

—Hola, Jimin —dijo, sin voz de hielo.

—Buenas noches —respondió él, con respeto que no se subraya—. Traje pan.

Le tendió la bolsa. Ella la tomó como si le hubieran dado una llave. La dejó a un lado, con cuidado.

—Gracias —dijo—. Siéntense, por favor.

El inicio fue mapa de silencios atentos. Yo me senté frente a Jimin, con la mesa como escenario de prueba. Mi madre sirvió sopa en platos hondos; el vapor subía como guion de abuela. La primera cucharada fue bendición: sabía a hogar más que a caldo. Jimin comió con esa serenidad que se agradece: sin ruido, sin prisa, sin intentar ganar medallas por comportamiento perfecto.

—¿Te gusta la sopa? —preguntó mi madre, intentando no parecer ansiosa.

—Mucho —respondió él, simple—. Sabe a lugar que uno quiere volver.

Mi labio tembló medio milímetro. Mi madre apretó los dedos en el borde de su plato. No lloró. Milagro cotidiano.

La señora Marta trajo una jarra de jugo y, de paso, dejó caer una sentencia que nos puso a tierra.

—Aquí la regla es sencilla: el que se sienta, come; el que come, conversa; el que conversa, escucha.

—Sí, señora —dijo Jimin por segunda vez. Y, lo juro, la señora Marta casi le aprueba un certificado de buena conducta.

La conversación empezó como empiezan las cosas entre desconocidos que quieren desprenderse de ese título: ¿cómo van las clases?; ¿qué música te gusta?; ¿de qué trabajas? (silencio; él estudia, pero trabaja en lo que todavía no se nombra: estar). Mi madre evitó el tema que más miedo nos daba a ambas. No dijo “vergüenza”. No dijo “ruido”. No dijo “qué dirán”. Habló de recetas. De un libro que leyó cuando tenía mi edad. De cómo la luz cálida del auditorio le pareció… (buscó palabra) “oportuna”.

—Pocas veces la luz hace el gesto correcto —dijo, mirando el mantel como si las sílabas pudieran huir—. Ese día lo hizo.

—Fue decisión de Rivas —aporté—. Y un poco de Sana, que opina de todo.

—Y un poco tuya —dijo Jimin, sin mirarme como héroe—. Que no te escondiste.

Mi madre tomó pan (“diplomacia”) y partió un trozo con manos temblorosas pero firmes. Me lo pasó. Luego le ofreció a Jimin.

—Yo… —empezó, y tuve miedo—. Quiero pedirte algo. —Nos miró, a los dos—. Paciencia. Estoy aprendiendo a mirar distinto. No me sale a la primera. Pero estoy intentando no usar a mi hija para mirarme a mí.

Apreté la servilleta en la falda. Jimin no contestó con poesía ni con frases épicas. Apenas asintió.

—Gracias por decirlo —dijo—. Yo prometo no venir a hacer ruido. Sólo a estar. Y a ayudar a que el ruido no gane.

Mi madre no se quebró. Si lo hizo, fue hacia adentro. Y por alguna razón, me pareció una forma digna.

Abrimos la cajita envuelta en kraft después del plato principal, que era arroz con pollo con ese dorado que te manda directo a la infancia. Dentro, un marco pequeño de madera clara, sin foto. Vacío. En la parte de atrás, escrito a mano con pluma fina, se leía: “Para la primera imagen que se sienta hogar aquí”.

Mi madre lo sostuvo en las manos con una mezcla de incredulidad y timidez.

—Es… bonito —dijo, probando una palabra que acostumbra poco—. No tengo muchas fotos.

—No tiene que ser foto —aclaró Jimin—. Puede ser un papel, un dibujo, una frase. Lo que aquí —tocó la mesa con los dedos—, se sienta hogar.

La señora Marta, que ha visto más inviernos que todos nosotros juntos, olfateó la escena de paz y decidió que merecía postre. Apareció con natilla (sí, en mayo; no hagan preguntas) y un frasco de arequipe que sobrevivía milagrosamente a nuestro círculo de amistades.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.