Me levanté con el sonido del tic-tac imaginario del metrónomo de Alexander. Ni siquiera estaba encendido; bastaba verlo en la repisa para que mi cabeza lo activara. No era un ruido molesto, más bien era un recordatorio: el ritmo de mi vida ya no se contaba en caídas ni en miradas torcidas, sino en segundos que se dejaban acompañar.
La señora Marta ya estaba en la cocina, con su orquesta de cucharas. Mi madre, que antes odiaba las mañanas porque le parecían la antesala del ruido social, ahora las toleraba mejor: tomaba café con calma, leía titulares en el celular y cada tanto me lanzaba un comentario como si fuera un regalo envuelto en papel periódico.
—Hoy viene Jimin, ¿cierto? —preguntó, sin ironía.
—Sí. Tiene ensayo en la tarde, pero pasa antes.
—Entonces hago sopa grande —decidió, como si preparar un plato extra fuera también un gesto de aceptación.
Yo asentí, escondiendo una sonrisa. Qué raro: antes, mi madre y yo hablábamos en preguntas que eran armas. Ahora eran puentes.
En el colegio, Sana había inaugurado un nuevo proyecto: “Murales de gratitud”. Colgó cartulinas por todo el pasillo y, con marcadores de colores, pedía a los estudiantes que escribieran una cosa, grande o pequeña, por la que se sintieran agradecidos esa semana. No faltaron los graciosos que pusieron “por el wifi” o “porque el profe faltó”, pero también había cosas como “porque mi papá me llamó después de un mes” o “porque no me dolió la espalda en el trabajo de física”.
—La gratitud es revolucionaria —declaró Sana, empinada sobre una silla mientras pegaba estrellitas alrededor del mural.
—Lo revolucionario es que te dejen seguir usando cinta —bufó Alexander, sosteniendo la silla para que no se cayera.
Jimin escribió algo en una esquina y, cuando intenté mirar, me tapó con la mano.
—No se espía —dijo, con esa sonrisa mínima que me desarma.
—Cobarde —le piqué, pero respeté el secreto.
Más tarde lo descubrí: había puesto, con letra microscópica, “porque ella se ríe distinto ahora”. No lloré porque Sana habría hecho un show, pero lo guardé en mi memoria como quien dobla un papel y lo mete en la cajita invisible del pecho.
Ese día tuvimos una clase de música improvisada en el aula más pequeña. Rivas nos pidió tocar en grupos de dos, no piezas famosas, sino algo inventado en el momento. Jimin y yo nos miramos y nos tocó juntos, como si el universo nos asignara pareja sin preguntar.
—¿Qué hacemos? —le susurré.
—Lo que salga —contestó.
Me temblaron los dedos al principio, pero él empezó con una secuencia de acordes suaves y yo seguí con una melodía torpe. Sonó mal en los primeros compases, pero de repente la torpeza se volvió ritmo y los dos nos dejamos llevar. Cuando terminamos, hubo aplausos, algunos sinceros, otros tímidos. No importó. Lo que importó fue que, por un instante, el salón se quedó en silencio, no de incomodidad, sino de respeto.
—Eso fue… —dijo Rivas, con su voz siempre seria— auténtico.
Me sonrojé. Jimin solo me miró de reojo, como si supiera que esa era la palabra exacta.
En el recreo, Sana apareció con helados. No sé de dónde los sacó —probablemente chantajeó al señor de la tienda—, pero nos los dio como si fueran medallas. Alexander, claro, sacó servilletas.
—Un día alguien te va a pagar por eso —le dije.
—Un día alguien va a necesitar una y no la va a tener —respondió—. Y ahí sabrán que tenía razón.
Nos reímos. Sana intentó organizarnos para una foto grupal con temporizador, pero salió movida: yo pestañeando, Alexander serio como estatua, Sana haciendo cuernos detrás de Jimin, y Jimin… mirándome. Aunque estuviera borrosa, se veía claro: me estaba mirando a mí. Guardé la foto en mi celular como si fuera obra de arte.
Por la tarde, caminamos juntos hasta mi casa. La señora Marta nos recibió con jugo de mora (“el que mancha, para que quede memoria”), y mi madre con la sopa prometida. Cenamos los cuatro en una mesa donde ya no sobraban sillas. Había espacio.
—El mantel ya tiene tantas manchas que parece mapa —bromeó Jimin.
—Cada mancha es historia —dijo mi madre, sorprendiéndome con su tono ligero.
Yo pensé: qué raro, qué bonito, que una mancha ya no sea vergüenza sino recuerdo.
Después de cenar, subimos a mi cuarto. No había espectáculo: Jimin se sentó en el piso, yo en la cama, y tocamos apenas unas notas. El resto fue silencio cómodo, ese que antes me parecía un enemigo y ahora me parece un hogar.
—¿Qué pensás? —me preguntó.
—Que esto me gusta más que cualquier auditorio lleno.
—A mí también —dijo. Y no necesitó añadir nada más.
Antes de dormir, abrí mi cuaderno. Escribí:
“Día 45: Sana inventó la gratitud portátil. Alexander sigue coleccionando servilletas. Jimin me miró en una foto borrosa y aun así se vio claro. Mi madre convirtió una mancha en historia. Yo ya no ensayo estar bien: lo practico.”
Dibujé una mancha en forma de corazón al lado. Y entendí que sí: a veces lo que parece torpeza se vuelve música.
Si algo aprendí es que los finales buenos no piden permiso: se sientan a la mesa, piden sopa, untan pan y se quedan. Este —el mío, el nuestro— llegó como llegan las visitas que se vuelven familia: sin taconear. Y sin embargo, cuando me detengo a mirar, lo tiene todo: la escena, el símbolo, la risa, la palabra exacta y ese silencio que sostiene. Quería dejarlo por escrito, entero, para que el tiempo no me haga trampas. Así que aquí va: la última página antes de seguir viviendo.
El día empezó con la cuerda. Mi madre me la señaló como quien señala un horizonte dentro de un rectángulo: el marco que antes estuvo vacío ahora tenía tres cosas pegadas con cinta discreta: el trozo de cuerda de la cometa HOGAR, una servilleta con la letra prolija de Alexander (“si la paz se cuida, dura”), y una estrellita de papel que Sana colocó “por estética emocional y porque el brillo ayuda”. No había fotografía. No hacía falta.
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Editado: 27.09.2025