Fue en esa época también en la que empecé a alejarme cada vez más de mi familia. De mis padres solo recibía quejas y mi hermano, con el que me llevaba diez años, era prácticamente otro adulto con el que nunca tuve ese tipo de relación que tienen los hermanos. Nunca diré que mi familia no me quisiede, jamás. Era todo lo contrario: se desvivían por mí, pero sus esfuerzos no tenían resultado ya que su intención era forzarme a llevar la vida que para ellos era la correcta, sin preguntarme en ningún momento qué es lo que yo quería.
Ese fue quizás el gran problema de la relación que tenía con mi familia al igual que con el resto de la comunidad. Todos pensaban ciegamente que sus estándares de felicidad eran a lo único a lo que podía y debía aspirar. Nunca me dieron la opción de elegir algo más.
¿De verdad no se daban cuenta de cómo se me iluminaban los ojos cuando admiraba a las damas de la corte si las veía por la ciudad? ¿Cómo me quedaba literalmente pegada a la entrada de las sastrerías cuando se acercaba el carnaval? ¿Nunca pensaron que yo realmente quería algo más? ¿Que no quería pasar el resto de mi vida entre harina y masa? No, ellos nunca lo entendieron por mucho que tratara de explicarlo.
Mi única forma de hacerme entender era la rebeldía: escaparme de casa siempre que podía, no hacer lo que me mandaban, no pisar la iglesia... Pero, al final, nada de eso servía. Todo quedaba en berrinches infantiles que siempre terminaban con mi madre gritando tanto que todo el barrio acababa enterándose. También es verdad que, conforme pasaban los años, llegó un momento en el que me acostumbré tanto a que mi madre me regañara que hasta podía predecir qué es lo que me iba a gritar ese día. Incluso los vecinos llegaron a aprenderlo de memoria.
"No me puedo creer que una hija mía haga estas cosas". "Señor, ¿qué hemos hecho mal contigo?". "Llegará un día en el que te arrepientas del daño que le estás haciendo a tus padres, señorita".
Hacía mucho que no recordaba esas frases y no sé si debería enorgullecerme de seguir recordándolas de memoria. Supongo que todos nos acordamos de lo que nos decían nuestras madres cuando nos portábamos mal de pequeños.
En fin, disculpa, suelo divagar un poco, prometo centrarme más. Como era de esperarse, llegó el día en el que me acabé cansando de que mis esfuerzos no tuvieran ningún resultado, justo como ellos querían. La apatía se apoderó de mí a una tierna edad y acabé actuando de forma automática en mi rutinaria vida de panadera. Hacía lo que me pedían cuando me lo pedían, sin quejas, sin reproches. Aprovechaba los momentos que tenía libres para poder respirar, escapar al bosque y soñar con lo que podía haber sido mi vida de haber nacido en otro lugar. Parecía que por mucho que me esforzara, nada iba a cambiar.
Pero, mi verdadera historia, la verdadera historia de mi vida, comenzó un día aparentemente normal. Como habían sido durante una eterna década.
Como siempre, había tenido que madrugar para empezar a preparar la primera hornada de la mañana. A esas horas, el sol aún seguía oculto cuando nosotros ya habíamos empezado a trabajar. Era invierno —enero si mal no recuerdo— y en esas frías mañanas agradecíamos de todo corazón el calor que nos proporcionaba el horno mientras trabajábamos aún de forma automática, ya que la cama nos seguía reclamando unas horas más.
Con la mente nublada por el sueño, oímos unos pasos entrando en la tienda. Era bastante inusual que alguien viniera a esas horas. Nuestros clientes habituales aún ni se habrían despertado, así que todos nos volteamos en dirección a la entrada para ver quién podría ser aquella inesperada visita.
Y, en ese preciso instante, un día normal, se convirtió en uno de los días más memorables de mi vida.
Como muchas otras cosas que me han ocurrido a lo largo de mi existencia, nuestro encuentro fue totalmente casual. Había muchas otras panaderías en toda la ciudad y muchas otras chicas trabajando en ellas. Podría haber entrado en cualquier otra panadería y haber visto a cualquier otra chica. Pero no. Entró en mi panadería y me vio a mí.
Lo recuerdo perfectamente. Como si hubiera sido ayer: entrando con dificultad por la puertecita de la panadería y quitándose el sombrero con humildad. Su simple presencia llenaba el tugurio al que llamábamos hogar de una elegancia con la que nosotros sólo podíamos soñar. No éramos dignos de recibir una visita tan distinguida por lo que estábamos visiblemente sorprendidos.
Mis ojos se quedaron mirando con admiración a aquel hombre. Era demasiado perfecto. Tanto que en ningún momento llegué a creer que fuera humano.
—Buenos días. —Una voz rasgada salió de sus perfectos labios—. Me preguntaba si me podrían indicar dónde se encuentra el Palazzo Pitti.
Vestía una capa negra bordada en vivos colores y su voz ronca, como si saliera de lo más profundo de una caverna, hablaba con una humildad completamente innecesaria para estar dirigiéndose a unos panaderos. Me sentí realmente afortunada de que fuéramos el único negocio abierto tan temprano.
Mientras esperaba una respuesta, nuestras miradas se cruzaron por un segundo. Al notar su hipnótica mirada sobre mí, sentí que algo podía cambiar en mi vida y que iba a ser gracias a ese hombre de resplandecientes ojos dorados.
—Eh, claro signore —tartamudeó mi padre—. Si va al final de la calle y a la derecha, encontrarás... —Mi madre le dio un poco discreto codazo a mi padre—. Digo, encontrará una calle que le llevará directo al palacio.
La falta de cortesía de mi padre era normal. Aquella era la primera y quizás última vez que alguien tan elegante ponía sus pies en aquel cuchitril.
—Grazie mille —agradeció antes de dirigirse de vuelta a la puerta.
Con impotencia, lo vi marcharse a un mundo desconocido para mí. Un mundo con el que sólo podía soñar.
Me pasé el resto del día fantaseando con esos ojos dorados que había estado mirando fijamente desde que entraron en la panadería. Mi mente no dejaba de llevarme constantemente a una realidad fantástica en la que ese hombre me llevaba con él, me vestía con las mejores telas, asistíamos a elegantes bailes... En aquella época, no era raro que los señores adinerados se encapricharan de inocentes chicas de pueblo y que fueran a pedírselas a sus padres a cambio de una buena dote. ¿Por qué no se podía hacer lo mismo con una chica que vivía ahogada en harina? Quizás te parezca una locura, pero, en ese momento, era la única escapatoria que veía.