El precio de la inmortalidad

Capítulo 3

Perdida completamente en mi ensoñación, el tiempo empezaba a pasar rápidamente a la vez que mi entusiasmo se iba consumiendo como una vela que alguien había olvidado apagar. Estábamos ya en pleno verano y, como te puedes imaginar, no volví a tener noticias de aquel misterioso forastero que me había cautivado con tan solo una mirada. Viendo que todo parecía inmutable, volví a pensar que mi vida no tenía posibilidades de cambiar. ¿A quién quería engañar? Yo era sólo la hija de los panaderos. ¿Qué tenía yo que no tuviera de sobra cualquier señorita de la corte? Era hora de asumir la realidad. Quizás aquel rayo de esperanza que había creído ver era solo una ilusión creada por mi profunda desesperación.

La tristeza volvió a mí con la fuerza de un ferrocarril y acabé convirtiéndome en no más que un fantasma sin voluntad alguna. Lo único que me quedaba a esas alturas era esperar que algún día viniera a reclamar mi mano el hijo arrogante y mujeriego de unos joyeros amigos de mis padres. Era el mejor partido que me podía permitir.

Cada día, mis pensamientos eran más y más lúgubres. Pensaba que ya no había salida, que nada iba a cambiar nunca. Incluso, en más de una ocasión, la muerte se me planteó como una idea muy tentadora. ¡Qué más daba, nada tenía sentido! Aun así, nunca lo hice. Siempre quedaban unas ascuas de esperanza de que quizás, al día siguiente, algo cambiaría.

Y, aunque te cueste creerlo, finalmente así fue. Una mañana, de manera totalmente inesperada, mi padre me mandó a llevar una cesta de pan al mismísimo palacio. No me lo podía creer, parecía una broma de mal gusto. Por primera vez en muchos meses la alegría había vuelto a mí. Sin saber siquiera los detalles del pedido —tampoco es que me importara mucho— empecé a saltar por toda la panadería, gritando de emoción bajo la atónita mirada de mi familia. Nunca antes me habían visto tan eufórica.

Cuando ya me había cansado de tanto saltar, acabé preguntándole a mi padre por el pedido y, según me dijo, una de las criadas de palacio había venido el día anterior para pagar por adelantado el pedido de un noble caprichoso que se había hartado de lo que se cocinaba en el palacio. No entendía cómo alguien podía llegar a cansarse de esas comidas que en mi imaginación deberían ser las mayores exquisiteces del mundo. Pero, si con eso podía ir al palacio, no iba a juzgar a nadie.

Por suerte, mis padres y mi hermano estaban demasiado ocupados ese día, así que tuvieron que delegarme la entrega a mí. La verdad es que no estaban muy seguros de si lo haría bien, pero al verme más ilusionada que nunca, no pensaron que pudiera hacerlo mal.

Era realmente inusual que los nobles pidieran comida a lugares tan humildes como el nuestro, así que tenía que aprovechar desesperadamente la situación para cumplir mis fantasías de alguna manera. Podía entrar en el palacio y sentirme parte de ese mundo con el que tanto había soñado.

Sin pensarlo mucho más para que no se me hiciera demasiado tarde, me arreglé todo lo que me dejaba mi pobre fondo de armario; eligiendo finalmente el único vestido que no tenía ninguna mancha: la ropa de los domingos. Y, con los ojos brillando más que nunca, encaminé mis nerviosos pero decididos pasos hacia el Palazzo Pitti.

Mi destino no estaba muy lejos de la panadería, pero el camino se me hizo más largo que nunca mientras mi mente barajaba todas las irreales posibilidades que me podrían esperar una vez atravesara aquellas ostentosas puertas con las que siempre fantaseaba cada vez que las veía en la distancia.

Finalmente, mis pasos me llevaron a mi ansiado destino. Me planté con decisión frente a los descomunales portones del palacio donde dos guardas, igualmente descomunales, que custodiaban la entrada me cortaban el paso.

—¿Qué quieres, niña? —demandó uno de ellos con claro desprecio.

—Vengo a entregar esto —Alcé tímidamente la cesta de pan con cierto temor—, al signore Blaire. —En ese momento sentí mucha inseguridad.

Me sentí totalmente fuera de lugar y pensé por un momento que quizás no debería estar ahí, sino de vuelta en la panadería. Ambos se miraron con incredulidad. Yo en su lugar, tampoco creería a una niña harapienta con una cesta de pan que se deshacía un poco más cada vez que la movía. No sería la primera ni la última que intentaba entrar a robar al palacio aprovechándose de los guardias. Pero, a saber por qué, me creyeron. Ambos asintieron y uno de ellos me contestó:

—Aunque sea verdad lo que dices, no puedes entrar por aquí. El servicio entra por el lateral. —Señaló el camino con la mirada, deseando que me perdiera de su vista de una vez.

Les agradecí la información con desgana y me marché rápidamente antes de que uno de los guardas me escupiera para alejarme de la puerta. Claramente malhumorada aunque mi ilusión no había desaparecido todavía, me dirigí a la entrada lateral que me habían indicado.

Aquello no se parecía en nada a las poderosas puertas que había dejado atrás. La entrada de servicio, que estaba tras atravesar un pequeño patio repleto de barriles y cajas, no tenía nada que envidiarle a la que teníamos en la panadería: una puerta de madera, con las bisagras oxidadas y carcomida por la parte de abajo. Llamé a la puerta para anunciar que había llegado la entrega, pero nadie abrió. Conforme el tiempo pasaba, yo seguía esperando y me empecé a poner muy nerviosa. Estropearía todo el trabajo si no entregaba el pan recién hecho por quedarme esperando a alguien que debería estar haciendo su trabajo. Solo me quedaba abrir la puerta y entrar yo misma. —Tampoco es que me sintiera culpable por adentrarme en el palacio sin permiso, yo estaba haciendo mi trabajo—. Pero al entrar, mi desilusión no hizo más que aumentar.

La puerta no era lo único que daba asco en aquel lugar. Tras abrirla, me encontré con un inmenso pasillo pobremente ventilado y con un olor extraño. Me sentía de vuelta en mi barrio. Aquel no era el ambiente nobiliario con el que había soñado.




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