El precio de la inmortalidad

Capítulo 4

—¿Te vas a quedar en la puerta o prefieres entrar?

De repente, una voz ronca retumbó en toda la habitación y noté como unos ojos brillantes como el fuego de las velas me miraban fijamente. El miedo por haber sido descubierta hizo que mi cuerpo dejara de responder por unos segundos y dejé caer la cesta de pan mientras la mujer, asustada, se empezó a tapar como buenamente pudo.

—Eh...yo... —Me había quedado completamente muda de la impresión—. Vine a traer el pan que encargó el signore Blaire, pero no lo encuentro... —El temblor de mi voz no hacía más que incomodar más la situación—. Y lo estaba buscando.

La mujer salió de la habitación, avergonzada a todo correr. Al cruzarnos, sentí como me fulminaba con la mirada y me empujaba con desprecio para desaparecer lo antes posible. ¡Menuda maleducada! Por su parte, el hombre se incorporó para acercarse a mí.

Y en ese momento, noté como mi mundo se detenía. No podía creerlo. Cuando alcé la vista —porque siempre he sido poco alta—, me encontré con aquel misterioso hombre frente a mí. No había ninguna duda, era él. Mi mente no había olvidado su recuerdo entrando en la panadería. Hubiera sido capaz de reconocerlo en cualquier parte. Después de tanto tiempo pensando en él día y noche, al fin lo había encontrado. Parecía un sueño hecho realidad.

—Ah, eres tú. —¡Se acordaba de mí!—. Debes haberte perdido. Mis disculpas, tendría que haber mandado a alguien a buscarte.

Mientras el misterioso hombre seguía hablando, yo no era capaz de prestar atención. Solo podía mirar embelesada como su boca hacía bailar su bigote y su barba pronunciando palabras que no llegaban a mis oídos mientras me miraba, a mí. Sólo a mí y a nadie más.

En cuanto volví en mí, lo vi recogiendo el pan que yo había dejado caer. Horrorizada, me tiré al suelo para recogerlo yo misma. No iba a dejar que alguien como él se ensuciara las manos recogiendo la comida del suelo.

—No tiene que hacer esto —me disculpé muy avergonzada al verlo haciendo lo que debería estar haciendo yo—. Ya lo recojo yo.

—No tienes que disculparte, fui yo el que te asustó. Además, no quiero que mi pan se ensucie más de la cuenta.

En ese momento las piezas empezaron a encajar. Era él quien había encargado el pan de nuestra panadería. Tanta información a la vez hizo que mi cabeza colapsara y pensé que lo mejor era irme antes de hacer alguna otra estupidez.

—Espera —me dijo cuando empecé a recorrer el pasillo buscando el camino por el que había entrado.

Me giré sorprendida sin saber ya qué esperar. Aquel había sido un día lleno de emociones.

—Me gustaría que le hicieras un recado a tus padres de mi parte. —De uno de los bolsillos de su chaqueta, sacó un par de monedas de oro—. Quiero que me traigas el pan todas las semanas, hasta que llegue el invierno. Creo que con estos florines será más que suficiente.

El hombre que ahora sabía que se apellidaba Blaire, me ofreció el dinero que yo acepté sin ser todavía consciente de lo que estaba pasando. Guardé las monedas en el pequeño bolsillo de mi faldita para no perderlo antes de vuelta a mi realidad. Me costó más de lo que me gustaría admitir darme cuenta de lo que suponía semejante oferta. Los ojos se me iluminaron como las mismísimas estrellas y me despedí muy agradecida de ese misterioso caballero que había vuelto a mi vida.

Intenté dejar el palazzo lo más despacio posible disfrutando de la sensación de caminar por las galerías palaciegas como una más. Realmente no quería tener que salir de aquel lugar de ensueño, pero no me quedaba otra.

Llegué a la inevitable salida y comencé a correr de vuelta a la panadería. Por el camino, contemplaba la ciudad y a su gente de una manera totalmente diferente. Nunca antes había visto la ciudad tan preciosa como aquella mañana: el sol del amanecer lo bañaba todo con una calidez que nunca antes me había parado a apreciar. Mis piececitos saltaban por las calles como si caminara por esponjosas nubes, dirigiéndome por desgracia a la roñosa puerta de la panadería, donde mis padres y mi hermano ya estaban acabando la primera hornada del día en el momento en el que entré.

—¿Qué tal te ha ido, hija? —preguntó mi padre con marcados signos de preocupación. Sabía que nadie confiaba mucho en haberme encargado aquel trabajo.

Pero cuando me vieron la cara, pude ver como las suyas se destensaban. Estaba claro que las cosas habían salido mejor de lo que pensaban. Al fin y al cabo, entré en la sombría panadería con una sonrisa que quizás no habían visto en sus vidas.

—Ha ido mejor que bien —le contesté—. El signore Blaire nos ha contratado para llevarle el pan todas las semanas hasta que llegue el invierno.

Se agruparon incrédulos a mi alrededor mientras sacaba de mi bolsillo aquellas brillantes monedas que me habían dado como pago de los futuros servicios que había contratado. En ese momento, mis padres y mi hermano también comenzaron a rebosar felicidad y empezaron a idear mil y una formas de aprovechar el dinero y de qué formas podrían complacer los gustos de un hombre refinado.

—Pero el signore ha pedido que sea yo la que le lleve el pan. —Me apresuré para que quedara claro que el privilegio de ir al palacio era mío y que ninguno de ellos podía quitármelo.

Aunque no estaban precisamente de acuerdo con eso, trabajar para un noble adinerado era más que suficiente para que mi humilde familia se sintiera bendecida por lo que se cuestionaron mucho el hecho de que la encargada de semejante trabajo fuera la oveja negra de la familia. Pero, como era el deseo de un noble, no les quedó otra que aceptar que el trabajo era exclusivamente mío.

Para mi desgracia, el resto del día fue lo más normal del mundo y nunca antes la cotidianidad de mi vida se me había hecho tan pesada. Como cuando vuelves de vacaciones y no eres capaz de retomar la rutina del trabajo, me parecía que lo ocurrido aquella mañana no había sido más que un dulce sueño al que estaba deseando volver la próxima semana.




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