El precio de la inmortalidad

Capítulo 7

Volví a la semana siguiente con muchas ganas de seguir aprendiendo. Desde ese mismo día, habíamos establecido una rutina matinal que seguiríamos de forma semanal: Mientras yo llegaba y disponía el pan en el platito blanco que siempre me esperaba entre los dos sillones, el signore Blaire se encargaba de preparar los materiales para la lección de ese día.

En mi segundo día de clase, me puso delante un trozo de papel y un carboncillo.

—Escribe lo que has estado estudiando esta última semana —ordenó.

Con la mano temblorosa, tracé con el carboncillo las dos palabras que había intentado memorizar. No era tan fácil como parecía practicando en casa. Los trazos no se parecían a las finas líneas que había estudiado. Lo que yo había escrito en el papel era basto, carente de elegancia y lleno de borrones por pegar demasiado la mano a lo que ya había escrito. Me sentí fatal. Todo lo que había estudiado no se veía reflejado en aquel trozo de papel emborronado.

—He estudiado. Le prometo que he estudiado —sollocé. No quería que pensara que no me lo estaba tomando en serio—. ¿Por qué las mías no son iguales?

—No te preocupes —me consoló—. Es la primera vez. Solo necesitas practicar más.

El tono comprensivo de su voz me dio esperanza de que, si seguía practicando, conseguiría escribir letras tan bonitas como las suyas. Valía la pena intentarlo.

—Para la semana que viene —Me dio un papel en el que él había escrito a pluma todas las letras que ya debía saber—, ya que sabes identificar los sonidos, quiero que intentes averiguar cómo se escriben las palabras que oyes a diario. Las que sean, pero intenta averiguar cómo se escriben.

Me dio también un carboncillo y varios trozos de papel en blanco. Ahora también podía escribir en casa o en el bosque. Lo escondí todo debajo de la tela que protegía el pan en la cesta y me marché a casa. Como aquel día había tardado más de lo normal, algunos nobles ya se habían despertado y me echaron alguna que otra mala mirada de desprecio mientras salía de camino a casa. Pero tampoco es que me fijara mucho, yo solo estaba deseando probar a escribir palabras nuevas. Después de hacer mis obligaciones en la panadería y en casa, cogí mis preciados útiles de estudio y me marché con ellos al bosque. ¿Qué mejor forma de empezar que intentar escribir las cosas que me rodeaban cuando necesitaba desconectar? Con la ayuda del papel con las letras, empecé a escribir lo que pensaba que eran los nombres de las cosas que había a mi alrededor: pájaro, ardilla, árbol, hierba, verde, sol...

Practiqué y practiqué durante toda la semana. En mis ratos libres no había un segundo en el que no tuviera las manos completamente manchadas por el carboncillo que se acabó gastando en solo una semana, víctima de mis insaciables ganas de aprender.

Pasó otra semana, y orgullosa de mis progresos, volví a reunirme con él en el palacio. Seguía con cierto temor por si mis esfuerzos no habían sido suficiente, pero por suerte, lo fueron. Aunque mis letras siguieran pareciendo demonios que querían salir del papel, él me felicitó por todo lo que había avanzado en tan poco tiempo. Al parecer casi todo lo que había escrito era correcto. Creo que ninguno de los dos se esperaba que mis progresos fueran tan rápidos. Pude ver que se sentía orgulloso de mí.

Estaba viviendo un sueño. Notaba como cada día escribía con más soltura y mis letras empezaban a parecerse a las del papel cada vez más ajado con el que iba estudiando. Mis pequeñas sesiones de estudio me permitían evadirme de mi realidad, pudiendo soñar con que era una señorita de la corte que asistía a clases de caligrafía.

Por desgracia, y muy a pesar de mi inocente felicidad, no todo podía ser tan perfecto como yo pretendía que fuese. La cruel realidad en la que vivía siempre se afanaba en volver para recordarme que yo no pertenecía a aquel mundo que tanto admiraba. Yo era solo una panadera. Y uno de esos días en los que volvía de palacio después de mis clases, tuve que enfrentarme a mi familia.

Ya llevaba varios meses en los que, cada semana, llegaba más tarde a casa, desatendiendo así mis otras obligaciones. Y, como consecuencia, ese día mi madre me abordó, preocupada:

—Hija, tenemos que hablar.

Las palabras más aterradoras que una persona puede oír en su vida.

—No puedes pasar tanto tiempo en el palacio. Te necesitamos en la tienda. Y lo que nos paga el signore Blaire no es suficiente para compensar lo atareados que estamos con dos manos menos.

Ah, mi madre era muy directa cuando se trataba de temas serio o cuando se trataba de dinero. Esas palabras hicieron que mi sangre empezara a hervir. Parecía que no podían dejar ni por un momento de pensar solo en ellos. Les daba totalmente igual lo feliz que era cada vez que iba y venía del palazzo. Me pagaban bien, más de lo que podía soñar una chica como yo, y nunca di ningún problema en palacio. Eso era lo único que debería importarles, pero no. Ellos lo querían tener todo. El dinero y la mano de obra infantil.

La semana siguiente, fui con cierta indignación al palazzo. Había estudiado todo lo que podía, pero el temor constante a que mis padres me obligaran a volver antes me había distraído durante toda la semana. Esperaba de todo corazón que no se viera reflejado en mis progresos.

Llegué, como siempre, puntual a la puerta trasera y en la cocina recogí la mantequilla que ya me esperaba en la mesa de la cocina. Recorrí esos pasillos que ya conocía hasta la biblioteca, con la mente aún bombardeándome constantemente las palabras de mi madre. Y, cuando pensaba que mi suerte no podía ser peor, mis pies se tropezaron con algo que hizo caer toda la cesta al suelo.

Horrorizada, miré hacia delante y me encontré con aquella mujer de cabello decolorado que vi la primera vez, fulminándome con el desprecio de su mirada.

—Mira por dónde vas, mocosa —dijo escupiendo cada una de sus palabras, ocultando su pie debajo de la falda de su vestido.




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