El precio de la inmortalidad

Capítulo 8

Evidentemente, los problemas con mis padres se solucionaron en cuanto les di el dinero extra que me habían ofrecido en el palacio. Les seguía sin hacer mucha gracia el no tenerme trabajando por las mañanas, pero sabían igual que yo que nunca podríamos ganar tanto si no fuera por mi segundo trabajo.

El dinero extra me brindó la posibilidad de seguir estudiando y, conforme pasaban las semanas, me sentía cada vez más segura escribiendo. Ya no hacía borrones en el papel sino algo más parecido a las letras. La semana siguiente, cuando llegué al palazzo, Mihael me esperaba en la puerta de la biblioteca.

—Hoy vamos a cambiar nuestra aula —anunció con una cálida sonrisa.

Sin hacer preguntas, le seguí y recorrimos las galerías hasta una puerta que daba a los grandes jardines del palacio. No me podía creer lo que se desplegaba ante mis ojos. Aquella belleza de la naturaleza, cubierta por la niebla, me cautivó más que lo que el propio palacio había hecho hasta entonces. Como una persona que se refugiaba en la naturaleza, ver todas esas plantas, los parterres, las fuentes, los caminitos y todo dentro de los privilegiados muros del palacio, me hacía sentirme en paz.

—¿Qué te parece estudiar aquí hoy? Aunque si tienes frío, podemos volver dentro —me sugirió mientras se calaba el sombrero.

—No, no, no. Aquí está bien.

Él me sonrió y me guió hacia un banquito de piedra amparado por la sombra de los árboles y aún húmedo por el rocío. Nos sentamos y dedicamos aquella mañana de estudio a reforzar la lectura. A esas alturas ya podía leer diferentes fábulas que alimentaban y educaban mi alma. Y me divertía muchísimo descubriendo un sinfín de mundos y personajes.

Cuando había llegado la hora de volver a casa, el signore Blaire me dijo que aún teníamos algo que hacer antes de que me marchara. Nos adentramos en el palacio rumbo a las habitaciones del servicio hasta que nos detuvimos frente a una puertecita a la que él llamó. Cuando esta se abrió, apareció una mujer joven y de aura alegre que nos dio la bienvenida.

—Oh, ya habéis llegado —canturreó—. Déjemela a mi signore, yo me encargaré de ella. La deja en buenas manos, no se preocupe.

Mihael se despidió amablemente de nosotras antes de marcharse y dejarme sola con aquella mujer. Estaba totalmente desorientada. ¿Qué estaba pasando? ¿Quién era aquella mujer? No tenía la más mínima idea de lo que iba a pasar, pero yo confiaba ciegamente en mi conde. La mujer empezó a contarme su vida muy alegremente mientras cogía una cinta de medir y empezaba revolotearme como una mosca para tomarme las medidas. Aquella situación no hacía más de desconcertarme cada vez más. Además, por mucho que le preguntara, ella no se dignaba a decir para qué necesitaba mis medidas.

Cuando acabó de medirme de arriba abajo, me dejó marchar con la curiosidad de no saber qué es lo que había pasado. La risita que esbozó cuando me despidió me dejó claro que aquella mujer estaba disfrutando de mi incertidumbre. Por suerte, no tuve que esperar demasiado para saber qué era lo que estaban planeando para mí.
 

Cuando volví al palacio la semana siguiente, la mujer de la última vez me estaba esperando en la cocina y, en cuanto me vio, me arrastró hasta la habitación en la que habíamos estado hacía una semana. Con una sonrisa de oreja a oreja me presentó un vestidito y un delantal de colores claros, perfectamente planchados y estirados sobre una mesa.

—No pensé que me fuera a dar tiempo en una semana, pero aquí lo tienes —se vanaglorió orgullosa de su trabajo—. Creo que te va a quedar perfecto.

Yo aún no me enteraba de nada. ¿Aquel vestido era para mí? No podía ser. Si yo nunca tenía ropa nueva. Mi mirada confusa hizo que la mujer me tuviera que dar algunas explicaciones. Al parecer, le resultaba bastante gracioso ver cómo no dejaba de mirar con asombro todos y cada uno de los detalles de su trabajo.

—Es un regalo del signore Blaire, tonta. Como trabajas aquí deberías tener un uniforme como es debido. Y creo que tiene toda la razón del mundo. No puedes ir por el palacio con esas pintas.

Recuerdo cómo mi cara empezó a arder. No esperaba que me hicieran ningún regalo. Solo era una empleada. No estaba acostumbrada a los regalos y ese vestido, aunque humilde, me parecía la indumentaria de una reina. Mil veces más bonito que cualquier vestido que pudieran llevar las mujeres de la corte.

Aprecio tanto ese uniforme que, a día de hoy, y aunque me quede ya un poco corto, lo sigo conservando en casa de recuerdo. No me desprendería de él por nada del mundo.

Pletórica de felicidad, me cambié de ropa rápidamente y, tras darle las gracias a la costurera, me volví a encaminar a los jardines donde mi conde ya me estaba esperando. En el banquito de la semana anterior ya tenía los materiales preparados para la clase.

—Parece que te queda bien el uniforme —me dijo en cuanto me vio aparecer.

Di una vuelta completa para que viera lo bien que me quedaba el vestido que me había regalado. He de admitir que la costurera hizo un excelente trabajo en tan poco tiempo.

—Mil gracias, signore. Pero yo no merezco esto, de verdad —musité avergonzada, agarrando con fuerza la falda para canalizar el llanto que amenazaba con salir.

—Es un pago por el buen trabajo que haces todas las semanas como estudiante.

¿Te lo puedes creer? Me consideraba una buena estudiante. Aquel día, llena de alegría, estudié como ningún otro. Parecía que al fin las cosas me estaban empezando a salir bien.

Pasaron las semanas y mis estudios se habían vuelto una rutina consolidada. Según el tiempo, estudiábamos fuera o volvíamos al abrigo de la biblioteca. Muy de vez en cuando, los días que acabábamos más tarde de lo normal, me cruzaba con algunos nobles o personas del servicio que por fin se habían activado. Sus miradas despectivas hacia mí eran todo menos discretas. Sabía de sobra que el tiempo que pasaba con el signore Blaire podía llegar a levantar sospechas.




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