El precio de la inmortalidad

Capítulo 9

La semana siguiente, volví a retomar mis clases con normalidad. Aquel día, en lugar de seguir con las prácticas de lectura y escritura que yo continuaba religiosamente en casa, mi conde me volvió a sorprender con una nueva rama de conocimiento que me fascinó: la geografía.

Ese día, me esperaban en la biblioteca varios libros con preciosas imágenes que, de nuevo, no era capaz de comprender. Me sentía como el día de mi primera clase. Me costó entender que esos dibujos sobre un fondo azul representaban el mundo que conocíamos hasta entonces. El signore Blaire señaló con un dedo un puntito en el que podía leer "Florencia".

—Aquí estamos nosotros.

No me lo podía creer. Sabía que había todo un mundo que no conocía, pero no que fuera tan inmenso. No podía apartar la mirada de aquel puntito insignificante. Yo vivía en ese punto en lo que parecía la parte de arriba de una simpática bota y ya me parecía una ciudad enorme. ¡Imagínate lo que me parecía el resto del mundo! Había tanto que no conocía y que estaba deseando conocer. Quería saber más sobre el mundo.

A continuación, sacó un grueso tomo de la estantería y lo abrió ante mis curiosos ojos. En el libro se combinaban tanto ilustraciones como explicaciones. Mis ojos curiosos empezaron a analizar los dibujos que desfilaban delante de mí: había tantos tipos diferentes de personas en el mundo, aquel bello abanico de colores de las pieles, la diversidad de la ropa... Era realmente fascinante. Nunca antes me había planteado que, fuera de la burbujita en la que había crecido, hubiera todo un mundo en el que la gente no vestía como yo, no comía como yo, no hablaba como yo... El mundo parecía genial fuera de Florencia y yo quería formar parte de él.

—¿Así es la gente fuera? —le pregunté sin apartar la vista de las ilustraciones.

—Hay gente de todo tipo ahí fuera. El mundo es muy grande y variado.

Volvió a enseñarme el mapa del principio y me señaló un puntito cerca de la costa.

—Yo nací aquí. Y ahora vivo aquí. —Señaló entonces una zona sin puntitos en lo que luego entendí que era el este de Europa.

—Está todo tan lejos...

Me sentía insignificante, lo veía todo tan lejano, tan distante. ¿Cómo podía aspirar a conocer tantas cosas recluida en una panadería? Descubrir las dimensiones del mundo solo me hizo ansiar el exterior todavía más. Quería descubrir más. Aprender más. Estudié incansablemente los mapas, las ciudades, las fronteras... Soñaba con todo lo que había visto en los libros: las ropas, las personas y las ciudades... Ya no me conformaba con verlo en las páginas, quería vivirlo todo.

Si la geografía me tenía embelesada, ni te puedes imaginar cómo me llegó a fascinar el arte. Menuda suerte tuve de nacer cuando las bellas artes se convirtieron en una pieza fundamental de la vida nobiliaria.

Aprovechando que los nobles dormían, recorríamos las galerías del palazzo mientras Mihael me iba hablando sobre todas y cada una de las bellas piezas de arte que servían de decoración. Me fascinaba la belleza de los cuerpos representado en cuadros y esculturas. Parecían que en cualquier momento iban a empezar a moverse. Aunque algunas de las estatuas tenían la cara egocéntrica de Silvia esculpida y esas, prefería que se quedaran quietecitas toda la eternidad.

Por si fuera poco, a mi currículum también se sumó el latín. Según Mihael, era indispensable que una señorita dominara el latín a la perfección, que en el futuro me sería útil. Cada vez que se refería a mí como una señorita, me sentía halagada al verme igualada a las nobles.

Conforme avanzaban las semanas, mi temario no hacía más que aumentar mientras en el exterior, las temperaturas no hacían más que bajar. El invierno mostraba su máxima crudeza cuando ya me pasaba todas las mañanas estudiando en el palacio. Ya sabía leer y escribir perfectamente cuando empezaron las lecciones intensivas de latín. Aquel reto fue un salto a otro nivel. A pesar de mi torpeza para aquel nuevo idioma, el signore Blaire seguía motivándome para que, a pesar de mi lentitud, quisiera seguir estudiando.

Mis progresos avanzaban igual que avanzaban las estaciones y, por desgracia, el año acabó más rápido de lo que yo hubiera deseado. El final del año suponía el final de mi contrato y aquella última semana, no dejaba de preguntarme cuál sería mi futuro en el palacio.

—Me voy mañana —declaró Mihael al acabar la última clase.

Mis ojos se empezaron a inundar de la impresión, pero no quise llorar. Aún quedaba una esperanza. Estaba segura.

—Pero va a volver, ¿verdad? —le rogué.

—Solo serán unos meses —me tranquilizó—. En cuanto esté de vuelta, mandaré a alguien a buscarte y retomaremos las lecciones. Te lo prometo.

No es que estuviera feliz pero tampoco estaba triste. Estaba hecha un lío. Volvería, no sabía cuándo, pero volvería. Solo tenía que esperar. No iba a ser fácil, pero él volvería. Me lo había dicho.

—Toma. —Antes de que me marchara, me dio un librito—. Es un libro de fábulas. Con esto creo que podrás continuar estudiando latín hasta que vuelva.

Me despedí de él con un melancólico "hasta pronto" y volví a casa mientras la tristeza empezaba a devorarme a cada paso que daba. Salir del palazzo fue devastador. La espera iba a ser muy dura.
 

El disgusto de mis padres al saber que se les habían acabado los ingresos extras se sumó a mi malestar por haber perdido al que se había transformado en mi querido mentor.

Desde que dejé de visitar el palacio, los días se volvieron grises y monótonos. Vivía gracias a la certeza de que él volvería. Me lo había prometido. Pero la incertidumbre de la espera me mataba. No podía evitar que mi corazón diera un vuelco cada vez que oía a alguien entrar en la panadería. Como una ilusa, seguía manteniendo la esperanza de que fuera alguien de palacio, buscándome.

Por si fuera poco, las presiones de mi familia no dejaban de hacerse más y más constantes. Después de tantos meses, había perdido la práctica de trabajar por las mañanas y el trabajo en la panadería se retrasaba por mi culpa. Tampoco había forma de conseguir sacar algo de tiempo para estudiar. Siempre hacía todo lo posible para leer a mi ritmo el libro que me había regalado Mihael y para practicar escribiendo mis pensamientos en una especie de diario improvisado que plasmaba en cualquier superficie que me sirviera para escribir. Cuando terminaba de escribir, escondía mis útiles en uno de los árboles del bosque. Hacía todo lo posible para evadirme de la realidad gracias a mis estudios, pero no siempre era fácil.




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