Pasaron varios meses hasta que me acabé acostumbrando del todo a todas las novedades que habían llegado a mi vida. ¡Y menuda diferencia! Por aquel entonces poco quedaba ya de aquella panadera florentina. Ya me había acostumbrado a mis nuevos horarios, a mis nuevas comidas, a mis obligaciones y a vivir rodeada de personas que se dedicaban a servirme. ¡Menudo lujo de vida! Un paraíso para una chica de origen humilde como yo.
Una noche cualquiera, Mihael cambió las clases que me tocaban y me llevó a la sala de música donde me tenía preparado mi próximo reto. Él siempre decía que: "una señorita debe dominar siempre el arte de la música". Así que era hora de que me adentrara en aquel mundo.
En aquella habitación, me esperaban toda clase de artefactos, deseando saber cuál era el apropiado para mí. Me tocaba descubrir cuál de todos esos extraños instrumentos era capaz de tocar mejor: flauta, viola, cromorno, laúd, clavicordio, bajón, virginal, sacabuche, órgano, arpa, vihuela, mandolina... Probé todos y cada uno de los instrumentos de aquella habitación, pero no había forma. Era una completa manazas con cualquier cosa que me pusieran por delante. Así que, decidimos dejar las clases ahí por el momento. Pude notar la decepción de Mihael cuando abandonó la habitación. Sentía que le estaba fallando.
Durante los siguientes días, no volvimos a tocar el tema de la música. Mis clases volvieron a lo que me había acostumbrado y preferí no acercarme a la sala de música por un tiempo, no quería rememorar aquel día. Seguía sintiendo vergüenza por no ser capaz de tocar ningún instrumento. Siempre me había gustado oír música cuando había alguna celebración en Florencia, pero se ve que interpretarla no era lo mío. Así jamás podría llegar a ser la señorita perfecta en la que intentaba convertirme, siempre me quedará algo pendiente.
Las cosas parecían haber vuelto un poco a la normalidad hasta un día en el que, por casualidad, Mihael coincidió conmigo en la biblioteca. Yo estaba buscando un libro para leer, siempre con la mirada de Ada escudriñando desde cualquier ángulo de la estancia cada uno de mis pasos. Tenía ganas de un poco de amor cortés y no era capaz de encontrar nada que llamara mi atención. Estaba tan ensimismada en mi búsqueda que, pensando que no había nadie, empecé a tararear una canción que le había oído a Anca hacía unos días. El sonido de la música me relajaba y hacía que me centrara más en la búsqueda. Así, acabé encontrando algo que parecía de mi agrado y, a la vez, mi conde había encontrado lo que buscaba.
—Creo que ya tenemos tu instrumento, pequeña —anunció mientras yo daba un brinco de sorpresa.
—¿Cómo?
—No sabía que tuvieras una voz así de bonita. Creo que ya hemos solucionado el problema de la música. —Aquel brillo de orgullo en su mirada al fin había vuelto.
No pensé en ningún momento que mi voz pudiera considerarse un instrumento ni que sirviera para algo. Pero al parecer, tengo una voz muy agradable y mi conde quería que le sacara todo el partido que pudiera.
—Solo tienes que practicar, ya lo sabes.
A Mihael le gustaba tanto enseñarme como a mí aprender. Era un maestro nato. Y un muy buen maestro, si me permites decirlo.
Pensando que todo estaba solucionado, las lecciones de canto se volvieron parte de mi horario. Era un no parar, aunque lo disfrutaba con la inocencia de una niña estrenando juguete. Había días en los que acababa más cansada que cuando trabajaba en la panadería. Lo malo de todo esto, que mi voz era casi lo único bueno que tenía para la música. Por muchas horas que le dedicara, no era capaz de aprender a leer partituras. No era capaz de leer la melodía con el ritmo que esta me pedía. Aquellos papeles que parecen pieles de dálmatas eran un idioma totalmente indescifrable para mí.
—El método tradicional no funciona —suspiró Mihael—. Tendremos que pensar otra cosa.
Mientras Mihael se retiraba en busca de otro método para enseñarme a cantar, le encomendó a Anca y a sus hijas que me enseñaran algunas canciones típicas de la región para por lo menos ir afinando mi voz. Rápidamente demostré que, quizás no era la mejor leyendo partituras, que no lo era ni de lejos, pero sí era la mejor memorizando las letras y las melodías de las canciones.
De repente, la música pasó a ser la columna vertebral de la vida del castillo. Ya fuera mientras limpiaban o cocinaban, el servicio siempre cantaba para que yo empezara a hacerme el oído. Incluso cuando me iba a dormir, aquellas canciones no dejaban de bailar por mi mente. Todo parecía mucho más acogedor cuando la calidez de la música resonaba en los muros de piedra del castillo. Ojalá estudiar todas las materias hubiera sido tan agradable.
En alguna ocasión, Mihael llegó a contratar a varias cantantes para que pasaran unos días en el castillo y así yo pudiera aprender de ellas. No escatimaba en gastos para mi formación. Gracias a ellas, había conseguido que me dejara de doler la garganta después de varias horas cantando. Aquellas visitas me enseñaron muchísimas técnicas.
Quizás no tenía mucha idea de lo que decían aquellas canciones, pero me encantaba poder cantarlas. Aunque no tardé mucho en tener que aprender también lo que significaban esas canciones con las que me había encariñado. Mi incapacidad para leer música se sumó a la dificultad que surgió a la hora aprender más idiomas nuevos y a avanzar en aquellos que ya empezaba a dominar. Así que Mihael me presentó un reto que pensaba que me incentivaría: cada cierto tiempo, me daba la partitura con la letra de canciones en alguno de los idiomas que estaba estudiando.
—Vamos a probar esto: tradúceme la letra de estas canciones y cuando lo hagas bien, podrás aprender a cantarlas.
Era un método poco ortodoxo, pero he de admitir que surtía bastante efecto. Con la motivación de aprender nuevas melodías, me esmeraba tras mis horas de clase para conseguir todo el tiempo que pudiera para irme a la biblioteca a buscar la mejor traducción posible para aquellas canciones que me moría por aprender. Descubrí entonces toda clase de historias sobre héroes, leyendas, tradiciones e historia de las regiones de las que provenían aquellas melodías.