El precio de la inmortalidad

Capítulo 19

La vida en el castillo era tan fascinante que cada día traía novedades: algún pasillo por el que nunca había pasado, el descubrimiento de alguna historia en la biblioteca... Pero el que siempre fue mi lugar predilecto casi desde el principio, fue la Sala del conocimiento. Me pasaba las horas que podía intentando leer los libros que narraban las vidas de algunos "inmortales ejemplares", como los llamamos nosotros. Dentro de aquellas páginas se contaban las maravillas que habían hecho aprovechando sus extraordinariamente extensas vidas. Ya es cosa tuya si te las quieres creer o no.

En aquella salita se guarda con celo toda la historia de la familia Blaire. Desde que se construyó el castillo, existía la tradición de que todo miembro de la familia podía dejar algo allí a modo de recuerdo para las futuras generaciones. Te parecerá una tontería, pero yo elegí guardar mi uniforme del palacio, con su mancha de tinta y todo. No era la cosa más espectacular de la sala y a día de hoy cualquiera de mis pertenencias seguro que es más imponente que el uniforme. No obstante, pocas de mis pertenencias actuales tienen el peso emocional que sigue teniendo ese uniforme para mí. Supongo que es lo que mejor puede definir a Contessa Blaire.

Mi uniforme pasó a compartir estancia con objetos tan fascinantes como la espada de Lucas Blaire, una moneda de Mihael, la autobiografía escrita a mano de Morelia Blaire o el collar de rubí de Ada que Mihael tenía cuidadosamente expuesto en una vitrina presidiendo la habitación.

Aquella sala es como un museo, pero lo que más devoraba mi tiempo era el árbol genealógico que engalanaba una de las paredes. Toda la familia Blaire, retratada en aquella pintura más alta y ancha que cualquier persona adulta.

—Pronto se añadirá también tu nombre. Serás una hoja más de este gran árbol —me dijo mi conde una vez que me vio embelesada recorriendo por enésima vez aquellas ramas perfectamente dibujadas.

Mosi, Bahati, Esem, Ada, Egan, Vasilis... Eran algunos de los nombres que no dejaba de memorizar en aquella pintura que me parecía el tesoro más preciado de todo el castillo. Es toda una obra de arte: un majestuoso sicomoro que, erguido sobre las arenas del desierto, se bifurca en innumerables ramas. Todas ellas, dibujadas con diferentes estilos, confesando que es una obra que no va a dejar de crecer mientras el clan siga vivo. Es, efectivamente, un árbol que la familia seguiría abonando hasta su último aliento.

Los jeroglíficos de las raíces se enredan con los grabados medievales mientras las pinturas griegas y romanas los miran, con la intención de unirse también a la fiesta. La misma ave, un fénix, retratada de mil formas a lo largo de las ramas. El ave insignia de la familia vuela a través de las hojas, o aparece posado en algunas. Algunos a color, otros en blanco y negro. ¿Qué mejor forma de transmitir la inmortalidad que la de aquella ave que parece volar por la historia de la que iba a convertirse en mi familia?

Aquella pintura me sigue fascinando a día de hoy y cuando era pequeña, me quedaba mirándola hasta que se consumía la mecha de la vela, mi fiel compañera en aquel refugio. Aquella sala se convirtió en el lugar donde siempre mandaban a mis criadas a buscarme. Al principio, se desesperaban cuando, después de recorrer todo el castillo no sabían dónde podía estar. Hasta que llegaron a la conclusión de que era más fácil empezar a buscar allí antes que en cualquier otra estancia.

Cuando mi conde me encontraba allí, me contaba historias de las personas que habían habitado, junto a él, aquel castillo hacía ya tanto tiempo. No eran historias grandilocuentes ni maquilladas como las que salían en los libros, sino anécdotas que había vivido con ellos entre aquellas paredes. Me habló de Ada y del resto de la familia, aunque nunca quiso hablarme mucho de su vida anterior, como humano. No quería sacar a la luz los recuerdos de un pasado ya tan lejano además de considerarlo innecesario para mi formación.

 

Cada día, la mutatio —o sea, la ceremonia de transformación. A veces se me olvida que tú no conoces estas palabras, discúlpame—, estaba más cerca. Y al fin, Mihael me empezó a explicar algunas cosas que necesitaba saber antes de que llegara el día. Recalco que solo me explicó algunas cosas, no todas.

—Es mejor guardarse algunos secretos. Así es más divertido.

Para mí, Mihael era mi maestro, casi como un padre y, en ocasiones, incluso un amigo al que le gustaba picarme para sacar lo mejor de mí. En esos momentos, a pesar de confiar ciegamente en él, tenía cierto temor a lo que pudiera pasar aquel día. Que, quizás, me ocultaba las cosas por alguna clase de motivo oculto para que no huyera. Aun así, no podía evitar esperar con emoción aquel día.

Lo que sí que no me ocultó fueron alguna de las personas a las que conocería tras mi mutatio. Durante los últimos meses, Mihael me habló de algunos de sus conocidos de los otros clanes que ya habían confirmado su asistencia. Al parecer, la ceremonia ya tenía fecha: se realizaría a finales de año. Tras ella habría una gran fiesta en mi honor en la que tendría que mezclarme con los conocidos de Mihael. Era de esperar que debía dar la mejor imagen posible y, si ya conocía a algunos de los asistentes, mejor. Todas las personas de las que me hablaba me parecían fascinantes. Como si el perder la humanidad les hubiera dotado con una elegancia y un misterio extraordinarios. ¡Me moría de ganas de conocerlos! Aunque luego cuando los conoces, son otra cosa, una pena.

Bueno, que una vez decidida la fecha de la ceremonia y enviadas las invitaciones, todo parecía mucho más real. Me encontraba entonces en una auténtica cuenta atrás.

El castillo se llenaba de movimiento a cada día que pasaba. Los criados habían empezado a organizar todo lo necesario para la ceremonia y para la visita de tantos invitados. El castillo no estaba preparado para la avalancha de visitas que se avecinaba.




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