El precio de la inmortalidad

Capítulo 23

Tras la fiesta, el castillo se había desprendido del alboroto que había tenido que sufrir durante los últimos meses. Y, a pesar de que mi vida se había convertido en una pacífica rutina, no se podía comparar con el tedio de la monotonía que me amargaba en Florencia. Aunque al principio el cambio me costó, poco a poco me fui acostumbrando a la vida en el castillo y a mi nueva vida como Contessa Blaire. Después de mi primer año ya no me sentía como una extraña entre aquellas paredes. No era un sueño, realmente era la señorita de aquel castillo. Parecía algo increíble, pero así era. Ese castillo se había convertido en mi casa, mi hogar. Más hogar de lo que nunca fue la panadería de mis padres.

Un hogar en el que podía ser yo misma y en el que me sentía comprendida. No solo por Mihael, sino por las personas del servicio que rápidamente me acogieron como parte de su familia. Toda mi vida se había convertido en aquello con lo que siempre había soñado.

A pesar de mi nuevo estatus, sí que había ciertas cosas que no habían cambiado a pesar de todo. Por ejemplo, Mihael y yo habíamos acordado mantener la costumbre de que le llevara el pan todos los días, eso sí, todo ajustado al cambio de horario al que ya me había habituado.

—A pesar de que carece totalmente de sabor, esta textura me trae muchos recuerdos de mi niñez. —Me explicó un día que le pregunté a qué se debía aquel peculiar capricho. Curiosamente un hábito que sin querer adquirí yo también aunque no con la mantequilla.

Por desgracia, la explicación se quedó ahí y, hasta día de hoy, sigo sin haber descubierto los orígenes de Mihael. He preguntado a muchas personas, pero, o no lo sabían o no estaban dispuestos a contarme nada.

Por otra parte, cuando tenía algo de tiempo, aprovechaba para salir a cabalgar un poco por los alrededores del castillo. Tampoco me atrevía a alejarme mucho porque, además de ser de noche, pensaba que me podría perder. Imagínate el problemón de tener que buscar a la señorita en los bosques antes de que amaneciera.

Mira que al principio me aterraba la idea de montar en aquellos enormes animales. Y mi primera experiencia tampoco es que fuera la mejor del mundo. A Mihael se le ocurrió la brillante idea de que debería probar a montar uno de sus caballos: uno de esos sementales jóvenes y llenos de brío. Así que, imagínate: yo, tan pequeña, encima de semejante bicho que no dejaba de moverse. ¡Vamos, todo un espectáculo!

Por suerte, en las cuadras me esperaba el animal ideal con el que poder aprender: Sombra, una yegua ya mayor y completamente mansa. Con ella, aprender a montar fue un paseo. Gracias a ella, todos mis miedos desaparecieron y empecé a disfrutar de algo que para cualquier noble era el pan de cada día. Empecé rodeando el castillo, o cabalgando por el jardín interior. Pero, con el tiempo, cada vez tenía más ganas de explorar y ella acababa agotada. Así que, empecé a montar los caballos de Mihael para excursiones más extensas mientras que seguía ejercitando a Sombra en los jardines.
 

Los días pasaban y la vida en el castillo seguía avanzando. Y, antes de darme cuenta ya había pasado varios años viviendo en mi nuevo hogar y llevaba un tiempo consultando con la costurera que me hacía siempre los vestidos, los detalles para la confección de un vestido de novia.

No era para mí, eh. Yo aún era muy joven para casarme y tampoco es que tuviera ningún pretendiente.

La que se iba a casar era Soare y yo simplemente iba a regalarle su vestido de bodas. Era lo mínimo que podía hacer por alguien tan importante en mi vida y que me había ayudado tanto desde el día en que puse un pie sobre suelo Blaire.

En cuanto se anunció la inminente boda, el castillo volvió a inundarse del mismo ajetreo que vivimos durante la preparación de mi puesta de largo. No era ni de lejos una ceremonia que llamara tanto la atención como la mía, pero la felicidad que flotaba por el castillo era prácticamente igual.

Una boda entre el servicio siempre era motivo de alegría para todo el castillo. Significaba que Soare tenía la intención de mantener el linaje de la familia que había servido incansablemente a los Blaire desde que estos empezaron a vivir en aquel castillo. Según la tradición, cuando los niños empezaban a trabajar, se les daba la opción de elegir si querían vivir sirviendo a los Blaire o si, por el contrario, preferían emanciparse de la familia y vivir una vida diferente. Como te puedes imaginar, siendo tan jóvenes, la gran mayoría decidía quedarse con su familia y el mundo que conocían para así dedicarse a servir a sus eternos amos.

Soare había conocido a un peletero ambulante que venía al pueblo todos los inviernos. Ella siempre se ofrecía entusiasmada para bajar a comprar las telas que usaríamos para luchar contra el frío a pesar de que el resto del año prefería hacer cualquier cosa que la mantuviera trabajando dentro del castillo. Ileana y yo fuimos las primeras a las que nos habló de la existencia de aquel muchacho y nos hizo jurar que mantendríamos el secreto hasta que reuniera el valor de contárselo a su madre. Y no fue hasta que la relación empezó a ser más seria que decidió contárselo finalmente a Anca. En cuanto su madre se enteró, no tardó mucho en prepararlo todo para conocer al chico y para la boda.

Me sorprendió mucho cuando me enteré de que el chico, tras conocer a Anca y a Mihael, había accedido a dejar su trabajo para quedarse en el castillo con su futura esposa. Pero, en cuanto vimos junta a aquella parejita, pude ver lo enamorados que estaban. Y él se veía más que dispuesto a darlo todo por ella. Que bonitas son las promesas de amor cuando las cosas van bien...

Pero claro, no todo siempre puede ser alegría en la organización de una boda. Como en toda buena fiesta, tenía que haber alguien que no lo estaba disfrutando. Y esa era mi pobre Ileana.

—¡Debería darte vergüenza! —le oí un día gritar a Anca.




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