Habían pasado un par de días cuando Mihael me comunicó que ya había terminado los asuntos que nos retenían en el palacio y que ya era hora de volver a casa. Aquel viaje que había cambiado completamente la percepción que tenía tanto de los vampiros como de mí misma, había llegado a su fin.
Cuando la luna asomó la noche siguiente, todas mis cosas ya estaban preparadas para nuestra partida ese mismo día. Ya habíamos estado demasiado tiempo viviendo a costa de las bondades de Mosi, así que iba siendo hora de volver. Era el momento de marcharnos.
Antes de atravesar la salida del palacio, me atacó una insólita mezcolanza entre el deseo de volver y el de quedarme un poco más. Echaba de menos mi castillo, mi hogar y la gente que había dejado allí, pero también me apenaba tener que despedirme de los primeros amigos que había hecho en mi vida. Como nunca antes había sentido la calidez que te da la unidad entre iguales que se tiene al estar con los amigos, no quería perderla. Me sentía afortunada de tenerlos y de poder, quizás, pasar la eternidad juntos.
-No te preocupes, Contessa -me tranquilizó Adonis clavando su mirada en mí-. Siempre nos podemos mandar cartas para no perder el contacto. Seguro que hay muchas cosas que nos puedes contar.
-¡Claro, claro! -gritó Alex, saltando a mi alrededor-. No es lo mismo, pero algo es algo.
-¿Y podré visitaros y vosotros venir a verme? -pregunté con un nudo de tristeza en la garganta, aunque las cartas podían crear la ilusión de que no estábamos tan lejos, la distancia nunca es fácil.
-¡Claro que sí! -contestaron los dos a la vez. Pude notar como Mihael torcía el gesto.
Y entonces, tras una sobrecargada despedida entre el grupo de amigos más dramáticos del mundo y después de despedirme tanto de Mosi como de sus adorables mascotas, emprendimos el viaje de vuelta a los dominios Blaire. Créeme cuando te digo que no echaba de menos para nada ni la travesía por esa gran caja de arena que era el desierto ni el maldito vaivén del barco surcando el mar y mira que el trayecto no era demasiado largo. Pero no, nunca he sido una persona de mar y nunca lo seré. A mí me gusta la tierra firme.
Cuando finalmente pisamos tierra, no pude estar más contenta cuando encontré a nuestra llegada un carruaje tirado por caballos normales, sin bultos, que nos esperaba para llevarnos a casa. No hubo ningún percance a lo largo del viaje y el carruaje estaba la mayor parte del tiempo sumido en el silencio. Mihael y yo apenas hablamos. Al parecer, ni parecía interesado en cómo había estado durante nuestra estancia en Egipto, sino que tampoco quería contarme lo que había estado haciendo. Ese viaje, me dio la oportunidad de reflexionar que no había podido tener antes. Y esa reflexión me sirvió para tomar una decisión conforme a mi actitud. Las cosas no iban a cambiar si yo no cambiaba.
Ya no me sentía mal por todo lo que tenía. Me lo había ganado, había trabajado muy duro, incluso había sacrificado mi humanidad para llegar a donde estaba y, por ende, me merecía disfrutarlo. Ejercía mis labores como señorita del castillo de la mejor forma que me era posible, cuidándome de que todo fuera perfectamente eficiente y, si era necesario, no me cortaba en disciplinar al servicio. Ese era mi lugar en el castillo y, al igual que todos, debía ejercer mi papel lo mejor posible. Al igual que ellos, debía esforzarme en hacer mi trabajo dentro del ecosistema del castillo. Dux, caritas, superbia; me decía a mí misma si empezaba a dudar de lo que hacía.
La vida parecía haberse detenido en nuestra ausencia. Me alegró mucho ver que todo el mundo estaba bien y que no habían sufrido ningún contratiempo mientras no estábamos. Todo parecía exactamente igual o eso es lo que parecía a simple vista. Porque, un día cualquiera, entre semana, mientras practicaba mis lecciones de canto junto a Ileana y Soare como oyentes, esta última aprovechó un descanso para confesarnos algo muy importante:
-Creo que estoy embarazada -musitó con un nudo en la garganta y un tierno rubor en las mejillas.
Después de unos segundos en los que Ileana y yo nos miramos sorprendidas, intentando comprender lo que acababa de pasar, no dejamos de felicitarla y abrazarla con todas nuestras fuerzas cuando logramos asimilar la gran noticia. Rápidamente, el anuncio del embarazo de Soare corrió por el castillo e incluso llegó al pueblo. Todos rebosaban alegría al saber que el linaje de la familia seguiría adelante. Todo era alegría y parecía que no existía otro tema de conversación que no fuera el bebé.
Pero la que parecía esperar con más ilusión la llegada del nuevo miembro de la familia, era la abuela de la criatura. Durante el día, Anca se dedicaba a hacer todo tipo de ropa y accesorios para el bebé cuando acababa todas sus tareas. La emoción apenas la dejaba dormir.
Por desgracia, en medio de la alegría que suponía ver el vientre de Soare crecer cada vez más, Mihael recibió una inesperada carta. La vida igual que viene, se va y, en ese momento, se requería nuestra presencia para despedir a un conocido de mi conde.
-El marido de Silvia ha muerto -anunció al terminar la carta-. Tenemos que ir a Florencia para el funeral.
Aquella noticia me pilló de improvisto. No esperaba tener que volver a la ciudad en la que empezó todo. Me había prometido a mí misma que, si empezaba de cero, significaba empezar completamente de cero. Dejarlo todo atrás, sin volver nunca la vista y nunca regresar a mis orígenes. Pero al parecer, mis obligaciones ahora como condesa me hacían estar en la obligación de asistir a la fuerza al funeral. Como esa, mi vida está repleta de múltiples ironías del destino. Si ahí arriba existe alguien que controla nuestras acciones, te aseguro que mi vida es uno de sus juguetes favoritos.
Al ser parte de mis obligaciones, no debía quejarme, sino ejercer mis deberes de la mejor forma posible. Solo quería evitar encontronazos con algún conocido. No quería volver a recordar ese pasado que llevaba nueve años intentando olvidar. Pero no podía ser tan ilusa. Sabía que, por desgracia, había al menos una persona de mi pasado que no iba a poder evitar...