El precio de la inmortalidad

Capitulo 39

La noche siguiente, la resaca me estaba matando. No quería levantarme, con cada movimiento que hacía, la cabeza me daba vueltas. Demasiadas botellas de jerez por una noche. Tenía muy mal cuerpo y no me apetecía hacer nada: ni levantarme, ni quitarme el camisón y mucho menos ver a Mihael. Estaba muy, muy cansada y quería quedarme durmiendo unos días si fuera posible.

Por si fuera poco, la pelea que tuve con mi conde la noche anterior seguía acosando mi mente. Nunca antes en cuarenta años nos habíamos peleado de esa manera. Siempre nos habíamos llevado bien a pesar de los altibajos normales que tiene cualquier relación. Aquello había sido un fenómeno tan extraño que no sabía cómo actuar. Lo quería y lo respetaba con todo mi corazón, pero no estaba dispuesta a darle la razón. No en aquella ocasión. Estaba más que claro que yo no había hecho nada malo. Solo me lo estaba pasando bien con mis amigos el día de mi maldito cumpleaños.

No tenía ni idea de lo que había pasado por la cabeza de Mihael para soltarme semejantes barbaridades aquella noche, pero si tenía algún problema, me lo podía haber dicho de otra forma. No delante de mis amigos, ni arruinando mi fiesta, ni pareciendo un maldito celoso. Incluso ahora que conozco sus intenciones, sigo sin ser capaz de justificar todo lo que me dijo aquella noche. Estaba claro que no me veía de la misma forma en que yo lo veía a él. A sus ojos no era más que el reemplazo de Ada, nada más. Un medio para que él pudiera vivir su fantasía. Para mí él era mi maestro, como un padre, pero nada más. Nunca hubiera podido llegar a corresponder completamente sus sentimientos. Eso no estaba bien.

Prefería seguir durmiendo en mi camita para no tener que pensar más en todo aquello. Era mejor escapar de la realidad que enfrentarla, pero mis pensamientos sobre cómo hacer que la tierra me tragase se vieron interrumpidos por el sonido de la puerta abriéndose. Ileana ya había llegado para sacarme de mi refugio.

—Buenas noches, señorita. ¿Cómo está?

—¿Si estuviera bien me creerías? Quita eso de mi cara. —Me tapé los ojos con las manos para evitar la luz del candelabro que no hacía más que aumentar mi migraña.

—Ayer fue una noche... algo movida. Tuvimos que darnos mucha prisa para despedir a todos los invitados en cuanto el señor lo ordenó —me contestó con una media sonrisa mientras iba al armario a sacar uno de mis conjuntos de invierno. Lejos de las chimeneas, el castillo era una trampa helada. Era mejor ir bien abrigada.

—Ni me lo recuerdes. —El dolor de cabeza me martilleaba sin cesar con solo pensar en lo que había pasado—. Hoy no estoy de humor para nada.

Todo el servicio se había enterado de lo que había pasado la noche anterior. Era tan raro ver a Mihael enfadado que estaba segura de que aquello había sido la comidilla entre los empleados durante las últimas horas.

—Lo prepararé todo para que nadie la moleste en su despacho y pueda trabajar tranquila —propuso mientras acababa de abrocharme el último botón del vestido.

—Eres la mejor. —Esbocé una media sonrisa.

Ninguna otra persona que me ha servido ha sido capaz de entenderme tan bien como Ileana. La echo mucho de menos...

Gracias a su ayuda, pude pasarme toda la noche encerrada en mi despacho y limitando mis actividades al mínimo. El único Mihael que no me importaba ver en ese momento era el del cuadro sobre la chimenea que observaba como me peleaba con los libros de cuentas. Todos los números del libro me daban vueltas como si de una animada fiesta se tratase, parecía que se lo pasaban en grande. Por si fuera poco, cualquier ruido, por mínimo que fuera, me martilleaba la cabeza como si tuviera una orquesta de percusión alojada en el cerebro. Así no había forma de concentrarse. Con lo que me cuestan a mí los malditos números. Gracias a Dios que esa noche los bebés se portaron bien. Parecía que sabían que debían permanecer en silencio.

Fue una noche rara en la que todo era muy diferente. Por primera vez no era capaz de sentirme cómoda en mi hogar. No podía evitar sentir una tensión constante por si alguien entraba en mi despacho. Pero, como nadie vino a buscarme, supuse que Mihael tampoco tenía muchas ganas de verme. Parecía que no había echado de menos su pan de la tarde. Claro que sí era más fácil evitarnos a lo largo de la noche que hablar de los problemas como immortales normales.

Pero, después de esa noche, todo cambió.




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