El sol de la mañana se filtraba por las cortinas de mi apartamento, llenando la habitación con una luz demasiado brillante para lo que mi mente podía soportar. Parpadeé un par de veces, tratando de aclarar la neblina de sueño que aún pesaba sobre mí. No era común que los domingos comenzaran con esta sensación de agotamiento, pero el día anterior había sido… diferente.
Trabajar un sábado no era nuevo para mí. En el laboratorio, los días de la semana solían desdibujarse, especialmente cuando las fechas límite nos pisaban los talones. Pero ir directamente de una jornada laboral a una reunión social organizada por Ángel… eso sí era algo que todavía me costaba asimilar.
Sacudí la cabeza ligeramente mientras me sentaba en el borde de la cama, dejando escapar un suspiro. No era mi idea de un sábado normal, pero tenía que admitir que no había sido del todo terrible. Quizás Ángel tenía razón; tal vez necesitábamos esa pausa, incluso si todavía me sentía fuera de lugar en ese tipo de entornos.
Apoyé los codos en las rodillas y pasé las manos por mi rostro, intentando sacudirme los restos de la noche anterior. Las palabras de Yuri seguían rondando en mi cabeza, mezcladas con las confesiones del juego.
"A veces extraño trabajar solo."
"A veces siento que no estoy haciendo lo suficiente."
Esas frases se repetían como un eco molesto, recordándome que la reunión del sábado había sido más que un simple descanso. Había algo más en juego, algo que apenas comenzaba a descifrar.
Con otro suspiro, me levanté y me dirigí hacia la cocina, decidido a iniciar el día con una taza de café fuerte. El domingo no iba a esperar por mí, y aunque el trabajo no me llamaba hoy, las preguntas que la noche anterior había dejado sí lo harían.
En al cocina, los sonidos del líquido hirviendo y el crujir de una sartén eran lo único que rompían el silencio de mi apartamento. No era mucho, pero el ruido repetitivo y controlado tenía algo de reconfortante. Mi rutina matutina siempre comenzaba igual: café negro, un par de huevos y tostadas. Un desayuno simple, casi monótono, pero suficiente para mantenerme con energía durante el día.
Mientras el aroma del café se extendía por la cocina, me pregunté, no por primera vez, cómo había llegado a este punto. Era un pensamiento recurrente, especialmente en mañanas como esta, cuando las voces del pasado parecían resonar con más fuerza.
Tomé asiento en la pequeña mesa junto a la ventana con el plato en una mano y el teléfono en la otra. Deslicé el dedo por la pantalla, revisando mensajes y correos, aunque nada realmente captó mi atención. Los sonidos del laboratorio del día anterior parecían aún frescos en mi mente, y con ellos, las confesiones del juego.
"¿Por qué estoy haciendo esto?" Esa pregunta rondaba mi cabeza desde hacía años, pero siempre encontraba una forma de evitarla. Miré mi plato, el mismo desayuno que preparaba casi todos los días. Simple, efectivo. Así había aprendido a ver las cosas desde pequeño.
Mis padres siempre decían que la vida debía ser eficiente, que cada decisión debía acercarte un paso más a tus metas. Y sus metas, claro, siempre habían estado alineadas con la ciencia. Desde que tengo memoria, mi padre llenaba la casa con teorías y diagramas, convencido de que nuestro propósito era empujar los límites de lo posible. "Liam," me decía, "no hay mayor contribución que perfeccionar lo que significa ser humano."
Pero yo no siempre quise esto. De niño soñaba con cosas diferentes: arte, viajes, música... cosas que parecían tan ajenas al mundo ordenado y clínico que mis padres habían diseñado para mí. Cuando crecí, intenté alejarme de ellos. Pagué mi propia matrícula en la universidad, tomando trabajos a medio tiempo que apenas me permitían cubrir el alquiler de un diminuto departamento. Pensé que estaba demostrando algo, que podía ser independiente, que podía ser libre de sus expectativas.
Sin embargo, la libertad tiene un costo, y pronto me quedé sin dinero incluso para cubrir la renta. Fue entonces cuando volví. Recuerdo ese momento con una mezcla de vergüenza y alivio, la forma en que me senté frente a ellos, admitiendo que había fracasado. No dijeron mucho, pero en sus ojos vi lo que siempre había sabido: estaban esperando a que regresara.
Me apoyaron, sí, pero con una condición: que siguiera sus pasos. No tenía muchas opciones, así que acepté. Lo curioso fue que, con el tiempo, comencé a disfrutarlo. La precisión, la lógica, la sensación de descubrir algo que nadie más había visto antes... Todo eso empezó a llenarme de una forma que no había anticipado.
Cuando mi padre se jubiló, me entregó su proyecto más preciado: el experimento que había consumido toda su vida. Crear al ser humano ideal. Fue su sueño, su legado, y de alguna manera, terminó siendo el mío también. Aunque nunca lo diría en voz alta, había algo en esa idea que me atraía, algo que me hacía sentir que estaba contribuyendo a algo mucho más grande que yo.
El amargo del café me ayudó a despejar un poco la bruma del sueño, pero no lo suficiente para silenciar los pensamientos que se agolpaban en mi mente. Dejé la taza sobre la mesa y revisé el teléfono, desplazándome entre correos de Ángel y recordatorios de Yuri. Cada mensaje parecía una extensión de las preocupaciones que ya cargaba.
"¿Realmente estoy haciendo esto por mí o por ellos?" Esa pregunta, aunque familiar, siempre me dejaba incómodo. Cerré los ojos por un momento, dejando que el calor del café me devolviera a la realidad. No importaba la respuesta. Lo único que sabía con certeza era que el reloj seguía corriendo. Tres meses. Ese era el tiempo que tenía para demostrar que todo esto valía la pena.
Al terminar mi desayuno, me apure a recojer los platos y limpiar ligeramente la cocina antes de dirigirme al pequeño escritorio que ocupaba la esquina de mi sala. Sobre él descansaban varias carpetas llenas de documentos del experimento, junto con mi computadora portátil, que aún mostraba algunos gráficos y análisis de la última semana. Me dejé caer en la silla con un suspiro.
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Editado: 07.02.2025