El reloj de mi celular marcaba las 9:58 de la mañana cuando llegué frente a la entrada del hotel. Había aprendido de la última vez; para no esperar media hora como un idiota, salí a la hora justa de mi departamento. El aire fresco de la mañana todavía resistía el calor que se avecinaba, y la fachada de cristal del edificio reflejaba la luz con esa pulcritud casi clínica que suelen tener los lugares diseñados para que nadie se quede demasiado tiempo.
Elegí este sitio por eso mismo. Un hotel a pocas calles del laboratorio, con pequeñas salas de reuniones discretas, ambiente profesional y suficiente anonimato como para evitar miradas curiosas. No era el tipo de lugar al que uno iría a relajarse, pero sí uno donde las palabras “eficiencia” y “control” parecían estar incrustadas en el mármol de las paredes.
Caminé hasta la entrada con el portafolio en mano. Dentro, me recibió una recepción decorada con tonos neutros, sofás minimalistas y el zumbido bajo del aire acondicionado mezclado con una música de fondo que imitaba el jazz sin alma. Me detuve a un lado, cerca de un grupo de sillones vacíos, y dejé que mi mirada recorriera el espacio sin detenerse demasiado en nadie.
Acomodé el portafolio sobre una mesita baja y, en ese momento, al ver mi reflejo en uno de los paneles de cristal, noté algo. La camisa remangada con precisión, el blazer oscuro, los pantalones bien planchados pero no del todo formales... Era una versión casi idéntica del atuendo que mi padre solía llevar a todas partes. Casual con pretensiones. Formal sin compromiso.
El parecido fue tan obvio que me incomodó un poco.
Me pasé una mano por la nuca, un gesto inútil para borrar la imagen. Sin pensar, ajusté el blazer y volví a abrochar un botón. Arreglé las mangas de la camisa. Un poco más rígido. Más mío.
Saqué una carpeta del portafolio y le di una última ojeada. Las hojas estaban en orden, los apartados señalados con sutileza. Y ahí estaban: dos pequeñas inconsistencias que había dejado deliberadamente. Suficientes para justificar una revisión larga, para mantenerla aquí más tiempo del estrictamente necesario. No era algo que me enorgulleciera, pero tampoco podía decir que lo lamentara. Era parte del plan.
Emily no tardaría. Y aunque lo sabía, cada segundo se estiraba, como si estuviera al borde de algo que no entendía del todo. Esto no era una junta más. No para mí.
Me apoyé contra el respaldo del sillón, con la carpeta aún en las manos, aunque ya no la miraba. Desde mi posición, observaba la entrada principal, una distracción bienvenida de mis propios pensamientos. Vi pasar a una pareja arrastrando maletas pesadas; a un hombre joven en traje, hablando por teléfono con una expresión de pánico contenido; a dos mujeres con identificadores colgando del cuello que discutían en voz baja sobre horarios. Todos, de alguna forma, tenían un propósito. Un destino inmediato.
Yo, en cambio, solo esperaba.
Y finalmente, cruzó la puerta giratoria con esa calma metódica que parecía su estado natural. Caminaba sin apuro, sin titubeos, con una naturalidad que no pedía atención pero la recibía de todos modos. Me puse de pie antes de que mi cerebro registrara el movimiento.
Su atuendo, impecable como siempre, tenía un aire distinto. La camisa de color ceniza claro, de corte clásico, parecía hecha de una tela más suave que sus blusas de trabajo, absorbiendo la luz sin brillo. Llevaba las mangas recogidas justo por debajo del codo, no con descuido, sino con esa eficiencia práctica que aplicaba a todo. Un pantalón recto y oscuro completaba el conjunto. Incluso su coleta —más baja, más relajada que en el laboratorio— suavizaba sus rasgos, haciéndola ver, por un instante, más joven. Más accesible.
Nuestros ojos se encontraron. No sonrió, pero asintió levemente al reconocerme y caminó hacia mí sin prisa, sin pausa.
—Buenos días, Dr. Frost —dijo al llegar a mi lado, ajustando el bolso de cuero en su hombro.
—Buenos días, Emily —respondí, mi propia voz sonando un poco más tensa de lo que me hubiera gustado—. Llegaste justo a tiempo.
Ella bajó la mirada hacia la carpeta en mis manos, luego la levantó de nuevo hacia mí.
—¿Vamos a la sala?
Asentí y nos dirigimos juntos al mostrador de recepción, donde una joven con gafas redondas y un moño perfectamente simétrico nos recibió con una sonrisa automática, de esas que uno entrena para mantener sin importar el cliente.
—¡Bienvenidos! ¿Tienen reserva o desean una habitación para hoy?
Parpadeé. ¿Habitación?
—¿Perdón? —dije, sintiendo cómo mi cerebro tardaba medio segundo de más en procesar la pregunta.
—Tenemos promociones esta semana para parejas —añadió, imperturbable—. Habitaciones ejecutivas con desayuno incluido. Si reservan hoy, además tienen acceso al spa sin costo adicional.
Abrí la boca y la cerré de inmediato. Sentí un calor repentino subiendo desde el cuello hasta las orejas.
—Ah, no, no —me apresuré a decir, sacudiendo la cabeza con torpeza—. No... no es una reserva de habitación, es para una sala de reuniones. De trabajo. Es... de trabajo.
La recepcionista apenas se inmutó, como si el malentendido fuera parte de su rutina.
—Ah, claro —dijo con tono neutro, abriendo una ventana en su pantalla—. ¿Nombre?
—Frost —contesté, aún tratando de recuperar la compostura—. Liam Frost.
Me pidió mi credencial. Mientras la buscaba, lancé una mirada disimulada hacia Emily. Ella seguía serena, con los brazos cruzados, la mirada clavada en algún punto sobre el mostrador… pero noté el leve cambio en el tono de sus mejillas. Un sonrojo casi imperceptible, apenas un trazo de color bajo su piel clara, sus dedos encajandose ligeramente en el asa de mano.
La recepcionista me devolvió la credencial y colocó una llave plástica sobre el mostrador. —Sala Azul. Segundo piso. Pueden tomar el ascensor del fondo.
—Gracias... —murmure, tomando la llave con una mano y lo que quedaba de mi dignidad con la otra.