El tráfico era una arteria colapsada. Un lunes por la mañana en su máxima expresión de caos inmóvil.
Había cruzado el último semáforo en verde hacía más de cinco minutos, y desde entonces, el avance se medía en centímetros, no en metros. El aire se llenaba con un coro estridente de bocinas impacientes, una sinfonía de frustración colectiva que no servía para nada más que para aumentar la tensión en la cabina silenciosa de mi coche.
Miré el reloj del tablero. Ocho y cuarenta y tres.
Ya era oficialmente tarde. Para los estándares de cualquier otra persona, era un pequeño contratiempo. Para mí, era una fisura en el orden del día. Un desequilibrio innecesario que me irritaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Solté un suspiro, el sonido seco y contenido en el espacio cerrado. No iba a moverme de aquí en un buen rato. En lugar de sumarme al concierto de cláxones, busqué la tablet en el asiento del copiloto. La pantalla cobró vida, y abrí los informes corregidos del sábado. Los datos estaban ahí, limpios y ordenados, el resultado tangible de la sesión de trabajo. Modelos más estables, predicciones más limpias, coherencia interna restaurada. Todo correcto. El problema técnico estaba, en esencia, resuelto.
Mis ojos siguieron una de las líneas de tendencia en un gráfico, ascendiendo justo donde debía. Un resultado positivo. Pero mi mente, sin pedir permiso, superpuso otra imagen sobre las cifras: la sonrisa de Emily. No la pequeña curva contenida que a veces mostraba, sino la completa. Genuina. La que había aparecido después de que resolvimos juntos el problema.
Sacudí la cabeza, como si el gesto físico pudiera desalojar el recuerdo. Era solo una sonrisa. Una reacción a un logro compartido. Una señal de que nuestra relación profesional avanzaba como yo había planeado. Nada más.
Y, aun así, la imagen persistía, una variable inesperada en mis cálculos mentales. Una anomalía que mi mente seguía intentando procesar y archivar sin éxito.
Pasé a la siguiente página, una hoja que me había enviado ayer con sugerencias menores. Releí una nota que ella había escrito al margen con su letra pulcra y precisa: "Considerar fluctuaciones menores si se usa este patrón de medición". Clara, eficiente, directa. Como siempre. Pero ahora, incluso sus palabras técnicas parecían teñidas por el recuerdo de esa expresión, de la calidez inesperada en la fría sala de reuniones del hotel.
El claxon agudo de un coche detrás de mí me sacó del trance. Miré al frente: el mar de luces rojas de freno comenzaba a moverse al fin.
Dejé la tablet en el asiento, agarré el volante con ambas manos y aceleré, quizás con más brusquedad de la necesaria, insertándome en el flujo recuperado.
Cuando finalmente entré al pasillo principal del laboratorio, el reloj marcaba las nueve y siete. No era una catástrofe. Nadie me esperaba con urgencia, no había una junta en curso ni un cronómetro encendido. Pero, aun así, el retraso me pesaba. No por lo que implicaba para el equipo, sino por lo que decía de mí: una pequeña grieta en la disciplina que me había impuesto.
Crucé el pasillo con paso firme, la espalda recta, como si caminar con propósito pudiera borrar siete minutos del tiempo real. Pero Ángel me interceptó a medio camino, apareciendo desde una puerta lateral como si hubiera estado esperándome. Sostenía dos vasos de café en una de esas bandejas de cartón del expendio del piso inferior.
—¡Miren nada más quién decidió aparecer! —exclamó, levantando las cejas con dramatismo—. El Dr. Frost en persona, y con siete minutos de retraso. ¿Qué pasó, se cayó el mundo? ¿O es que los lunes por fin te alcanzaron?
— Solo tráfico, Ángel. Tal vez alguna manifestación o algo... —respondí, mi voz sonando más ausente de lo que pretendía, mi mente aún repasando la curva de un gráfico y la de una sonrisa. Intenté rodearlo.
Pero él giró sobre sus talones y comenzó a caminar a mi lado con su energía inagotable.
—¡Oye, no me ignores así! —Ángel acortó la distancia, su energía habitual llenando el pasillo—. Ven, necesitas cafeína de verdad, no la de tu mente. La máquina de café hoy está sirviendo algo que huele a batería de coche quemada, y como no te vi por aquí, pensé que te habrías perdido la experiencia.
Me ofreció uno de los vasos con una sonrisa grande, como un niño ofreciendo un caramelo robado.
—Te traje uno. Considéralo un servicio de emergencia.
—Gracias, pero tengo cosas que hacer —dije, sin dejar de avanzar hacia mi oficina, aunque ya sentía mi determinación flaquear ante su insistencia.
—Precisamente —replicó él, y con una agilidad sorprendente, se interpuso en mi camino, bloqueándome el paso con su cuerpo—. Justo por eso necesitas un momento. Estás más tenso que un polímero a punto de ruptura.
Hizo una pausa, su mirada evaluándome de arriba abajo antes de continuar, bajando un poco la voz como si compartiera un secreto.
—Hablemos de algo que no involucre simulaciones. Te juro que ni siquiera mencionaré el presupuesto... a menos que sea estrictamente necesario, claro.
Solté un suspiro controlado. Discutir con Ángel era como intentar razonar con una fuerza de la naturaleza. A veces molesto, sí, pero también… inevitable.
—Bien, pero máximo diez minutos —concedí, bajando la voz.
—¡Eso! Sabía que aún vivía algo de humanidad bajo esa camisa perfectamente planchada.
Me dejó el vaso de café en la mano antes de que pudiera rechazarlo otra vez y me guio sin más preámbulos hacia una pequeña sala de descanso vacía, lejos del bullicio de la cafetería principal.
Ángel se desplomó en una de las sillas como si fuera el dueño del lugar. Yo me senté frente a él, aún sujetando el vaso con cierta cautela, como si contuviera una sustancia inestable.
—Entonces, dime —dijo, apoyando los codos en la mesa con una sonrisa astuta—. ¿Esa cara es solo por el tráfico... o es que el fin de semana te dejó pensando en algo más interesante que los informes energéticos?